Padre e hijo, William y Frank Buckland, fueron dos grandes científicos ingleses del siglo XIX. Los dos hicieron grandes descubrimientos que todavía son importantes y útiles. El padre, William, fue sacerdote y canónigo y, también, geólogo y paleontólogo. El hijo, Francis Trevelyan, conocido como Frank, fue cirujano, zoólogo y experto en pesquerías. El padre nació en 1784 y el hijo murió en 1880, casi un siglo de ciencia, de expediciones por el planeta y de grandes hallazgos. Esta es la historia de los Buckland y la voy a contar en orden cronológico, más o menos.
Como decía, William Buckland nació en Axminster, en Devon, en 1784, y ya de niño acompañaba a su padre en sus paseos para recoger fósiles, sobre todo de moluscos, por los alrededores de su casa. En 1809 se graduó en Oxford y fue ordenado sacerdote. Seguía con sus excursiones geológicas por el Reino Unido, siempre a caballo y con paciencia y mucha calma. Así, en 1813 fue el primero en dictar lecciones de Geología en la Universidad de Oxford.
Sus estudios pioneros sobre conjuntos de huesos encontrados en un mismo yacimiento fueron un gran avance para la paleontología. Quizá su trabajo más conocido fue la exploración en 1822 de la Kirkdale Cove, en Yorkshire, llena de huesos que se atribuían a animales ahogados en el Diluvio bíblico. Buckland demostró que en aquella cueva había vivido una manada de hienas y los huesos eran sus restos y los de sus presas. Criticado por algunos, su interpretación fue aceptada por la mayoría.
Un par de años después, Buckland cuenta que ha descubierto gran cantidad de huesos de un animal muy grande al que describe y llama Megalosaurus, o sea, “lagarto enorme”. Es la primera descripción completa de una especie de lo que ahora conocemos como dinosaurio, es decir, “lagarto terrible” según Richard Owen, que los bautizaría en 1842.
Nuestro William se casó en 1825 con Mary Morland, recolectora de fósiles y gran dibujante que, ya desde la luna de miel, acompañó a su marido por Europa, con exploraciones en yacimientos famosos y visitas a paleontólogos ilustres. El matrimonio tuvo nueve hijos y, de ellos, cinco llegaron a adultos, incluyendo a Frank, el segundo sabio de los Buckland del que luego contaré su vida. Su madre, Mary, también era una gran investigadora y muy ingeniosa en sus métodos. Por ejemplo, fue la primera que utilizó diversas pastas para hacer moldes de huellas y archivarlas.
Por aquellos años, otra famosa cazadora de fósiles, Mary Anning, describió unas intrigantes piedras redondeadas que, en los yacimientos, a menudo se encontraban en la región abdominal de los esqueletos fósiles de los ictiosaurios. Estos animales eran reptiles marinos y, es curioso, los que creen en ello afirman que el Monstruo del Lago Ness es un ictiosaurio. En fin, Mary Anning describió, además, que si estas piedras se rompían, su interior solía contener escamas y fragmentos de huesos fosilizados de peces e, incluso, huesos de ictiosaurios jóvenes. Con esta descripción, William Buckland propuso que estas piedras redondeadas eran heces fosilizadas de ictiosaurios y las llamó coprolitos. Añadió que el estudio detallado del contenido de los coprolitos permitiría conocer, por lo menos en parte, la dieta de los ictiosaurios. Y puso ejemplos: si el coprolito es negro es porque el ictiosaurio se alimentó de cefalópodos. Buckland, muy interesado en popularizar los coprolitos, decoró una mesa, que todavía se conserva y exhibe, con decenas de cortes de coprolitos de dinosaurios.
Y ahora vamos con el hijo, Francis Trevelyan Buckland, nacido en 1826 en casa de su padre, en Oxford. Estudió cirugía y ejerció en Londres y en el ejército con buena fama y prestigio. Pero el ambiente en su casa y su educación le llevaban a la zoología y la historia natural. Desde los cuatro años, con su padre, aprendió a recolectar y coleccionar especímenes de historia natural. Cuando cumplió 12 años, en 1834, el Duque de Wellington fue nombrado Canciller de la Universidad de Oxford. Para la solemne cena de celebración se trajo una tortuga viva que se dejó en el estanque de la Universidad, obviamente con el joven Frank cabalgando en ella. Por si fuera poco para el entusiasmo del niño, el cocinero le invitó a presenciar la decapitación del animal.
Luego hablaré de la zoofagia pero, ahora, recordaré el interés de Frank Buckland por las pesquerías. Fue a partir de la década de 1860 cuando comenzó a promocionar las pesquerías de su propio país, una provisión de alimentos considerable pero siempre considerada de poca calidad e importancia económica. Entonces abandona la cirugía y se dedica a la acuicultura. Consigue huevos de trucha en invierno y los coloca en una jaula que ha inventado para la cría de peces y que funciona con éxito y que, además, el concepto en que se basaba todavía se utiliza en la acuicultura actual.
Es nombrado Inspector de Pesquerías de Salmón que, por sobrepesca, construcción de embalses y contaminación por las industrias típicas de la Revolución Industrial, está a punto de desaparecer. Por su dedicación y trabajo, el Parlamento aprobó una ley que regulaba la pesca del salmón y, años más tarde, en 1868, se publicó una ley más general que incluía la protección de las aves marinas.
Como es habitual en los Buckland, viaja y consigue llevar huevos y adultos de salmón y trucha a Australia y Nueva Zelanda para aclimatarlos en las antípodas. No era fácil que sobreviviesen a un viaje tan largo, pero Buckland lo consiguió. Por otra parte, no hay que olvidar que algunas de estas introducciones de especies en otros países fueron un auténtico desastre ecológico; sólo hay que recordar las consecuencias de la llegada del conejo europeo a Australia.
Su dedicación a las pesquerías le llevó a trabajar en temas muy diversos. Por encargo del gobierno, estudió las pesquerías marinas y de agua dulce de Escocia, las de langosta y de ostras en Inglaterra, la fertilidad de peces en base al número de huevos que ponen o la cacería de focas en el Ártico de la que, por cierto, predijo su extinción.
Murió en 1880, quizá de tuberculosis. Creyente como su padre, no era seguidor de Darwin ni de la teoría de la evolución, opinión que nos dejó por escrito. No en encontrado ninguna evidencia de que ni el padre ni el hijo conocieran personalmente a Darwin, aunque William Buckland es citado una vez en “El origen de las especies”.
Hemos visto que padre e hijo tuvieron parecidos intereses y trabajaron en temas parecidos, todos ellos intentando llegar a un más profundo conocimiento de la naturaleza y, además, claramente amaban el aire libre y el trabajo en el campo. Pero, además, hay un tema, algo más especial, que interesó profundamente a los dos Buckland: la zoofagia. No existe tal término en nuestro Diccionario pero aparece “zoófago”, o sea, aquel que “se alimenta de materias animales”. Así eran los Bucklands, zoófagos convencidos. Ensayaban menús inverosímiles en su cocina y para sus numerosos invitados y así descubrieron que lo peor sabía eran el topo y los moscones azules, según su acreditada y experta opinión. En cambio, la pantera, el cocodrilo o el ratón no estaban mal. En realidad, ha quedado escrito que el menú de aquel día, uno cualquiera, para familia y amigos, llevaba ratones crujientes, chuletas de pantera, pastel de rinoceronte, tronco de elefante, cocodrilo que se guardó para el desayuno, cabeza de marsopa en lonchas, lengua de caballo y jamón de canguro.
Su sabiduría zoófaga les llevaba, a veces, a resolver problemas o probar “materiales animales” absolutamente raros. Así, William se comió un corazón humano momificado que se guardaba en una iglesia y, se decía, pertenecía a un Luis Borbón de Francia, quizá al XIV o quizá al XVI. El mismo Buckland escribió que había comido muchas cosas extrañas pero nunca el corazón de un rey.
En otra de sus historias zoófagas más curiosas, se cuenta que William Buckland visitó una catedral muy conocida y peregrinada porque en el suelo tenía una mancha oscura y húmeda que se decía era sangre de un santo que goteaba desde el techo del recinto. Buckland quiso conocer la santa sangre, entró en la catedral con sus acompañantes, incluyendo varios sacerdotes, vio la mancha, se arrodilló delante de ella, la tocó, la lamió y declaró que no era sangre, sino, simplemente, orina de murciélago. Pocos se enteraron de esta visita de Buckland y la catedral siguió recibiendo peregrinos durante muchos años.
Su hijo Frank, quizá por ser unos años después, fue más de organizar que de solo catar. En 1859, el ya muy famoso Richard Owen organizó una comida que se llamó, y así apareció en la prensa, “Eland Dinner”, en honor del plato principal, el venado “Eland” (Taurotragus oryx), procedente de Sudáfrica y que los invitados a la cena, miembros de la Sociedad Zoológica de Londres, pretendían introducir para su cría y alimento en Inglaterra. Frank, uno de los invitados más entusiastas, propuso y se aprobó la creación de la Sociedad de Aclimatación, con el objetivo principal de encontrar y llevar nuevos alimentos a la capital del Imperio. A partir de 1860 la Sociedad comenzó a funcionar y Buckland fue su primer Secretario General.
Unos años después, en 1862, organizó en Londres otra cena degustación con un menú que incluía babosa de mar, seguramente holoturia, tan apreciada en otros mares, que era “fuerte de sabor” y provocó una “excitada opinión dividida”. Además, probaron estofado de canguro, sopa de un par de especies de faisán traídos de los bosques de la América tropical, y pavo de Honduras. Pero el futuro, dejó escrito Frank Buckland, estaba en la capibara, el roedor más grande del mundo que vivía, y era comido, en Centro y Sudamérica.
Como la casa en que había nacido en Oxford, su domicilio en Londres era igual de famoso por sus menús que, a lo largo de los años, incluyeron, además de los dichos hasta ahora, trompa de elefante, cabeza de marsopa con sabor a “mecha de lámpara a la brasa”, y topo guisado. También se sirvió ballena, aunque Buckland afirmó que tenía un sabor demasiado fuerte incluso después de cocida con carbón. Y probó el asado de jirafa o la víbora a la brasa. Su interés por la zoofagia no disminuye aunque dedique gran parte de su tiempo a la promoción de las pesquerías y al desarrollo de la acuicultura.
Es lógico, según sus ideas y su época, que gustaran de la zoofagia. Cuentan del padre que, dando clase, preguntó a un estudiante qué gobierna el mundo. El alumno, intimidado por el profesor, respondió que lo ignoraba y Buckland, con entusiasmo y energía, le aclaró que lo gobernaba el estómago y que, era evidente, el grande se come al chico y el pequeño al más pequeño todavía…
Además, estamos en la expansión de Imperio colonial inglés, de la conquista del planeta por los europeos, sobre todo por los británicos. Y de las colonias llegan extraordinarias noticias de nuevos animales y plantas que, si es posible y necesario, se convertirán en nuevos alimentos para la metrópolis. Quizá una lectura recomendable sería el “Viaje del Beagle” de Charles Darwin, publicada en 1839. Pero, primero, sabios y caballeros, preparados y bien educados en la zoofagia, deben catar esos nuevos alimentos y dar su visto bueno. Es responsabilidad de la zoofagia, de los zoófagos en concreto, alimentar al Imperio que, por cierto, con la emigración de los campesinos a las ciudades a buscar trabajo en la industria y el consiguiente abandono de tierras, estaba empezando a pasar hambre. Repasar, propongo, a Charles Dickens y su Oliver Twist, publicada en 1837.
Por otra parte, la ideología del canónigo Buckland y de su hijo implicaba que el planeta y todo lo que contenía habían sido creados por y para el hombre. Así, catar y alimentarse de unas pocas especies suponía, quizá por desidia y comodidad, no seguir los designios de Dios. Había que hacerlo con muchas, probar de todo hasta donde fuera posible.
Por si fuera poco, el Imperio Británico aceptó y dio fama a una categoría de hombre que, si bien hasta entonces era simplemente raro, ahora era excéntrico. Vamos, un tipo peculiar que la sociedad aceptó y al que dio categoría. Así, Sir Arthur Conan Doyle creó un excéntrico para sus historias policiacas, a Sherlock Holmes. O Julio Verne buscó a un excéntrico para representar a lo británico, como lo fue Phileas Fogg en “La vuelta al mundo en 80 días”. Y los Buckland lo eran a tope, excéntricos además de paleontólogos, sacerdote, cirujano o zoólogo o, si quieren, zoófagos. Su éxito social era inevitable.
Referencias:
Anónimo. 1859. The Eland venison dinner last night. The Spectator p.10.
Armstrong, J.R. 1990. William Buckland in retrospect. Perspectives on Science and Christian Faith 42: 34-38.
Birk, A. & R. Krulwich. 2012. Who wants to eat jellyfish omelets? Dolphin meatballs? Mouse-on-toast? These guys. Krulwich Wonders September 27.
Bompas, G.C. 1886. Life of Frank Buckland. Smith, Elder & Co. London. 433 pp.
Gordon, E. 1894. The life and correspondence of William Buckland. John Murray. London. 288 pp.
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Lewry, F. 2008. The man who ate everything. The Guardian 25 February.
Quigley, C. 2008. Frank Buckland. Quigley’s Cabinet December 26.
Shelton, S. 2000. Frank Buckland. Annals of Improbable Research 6, 6.
Snell, W.E. 1967. Frank Buckland – Medical naturalist. Proceedings of the Royal Society of Medicine 60: 291-296.
Sobre el autor: Eduardo Angulo es doctor en biología, profesor de biología celular de la UPV/EHU retirado y divulgador científico. Ha publicado varios libros y es autor de La biología estupenda.
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