«Comunicar la ciencia, menuda historia» por Xurxo Mariño

CIC Network

Xurxo mariño

Este texto deXurxo Mariño apareció originalmente en el número 11 de la revista CIC Network (2012) y lo reproducimos en su integridad por su interés.

Si usted quiere participar como ciudadano en esta sociedad, debe conocer algunos detalles relacionados con los productos que la ciencia vierte en ella; al menos si aspira a que sus opiniones sean un producto personal y no dependiente de lo que otros le digan, ya se trate de supuestos expertos o de líderes políticos o religiosos. El conocimiento científico básico incrementa la capacidad de crítica de quien lo posee y le permite tomar algunas decisiones de manera razonada, por ejemplo respecto a los alimentos transgénicos, el cambio climático, las células troncales -también llamadas células madre-, la fecundación in vitro, la homeopatía, los cultivos ‘biológicos’ o las radiaciones de los teléfonos móviles. También puede usted optar por despreocuparse del asunto, ignorar el conocimiento científico y vivir como un feliz ignorante; al fin y al cabo, es lo que ocurre con la mayoría de ciudadanos en lo que respecta a la ciencia, no lo de feliz -que puede ser-, sino lo de ignorante.

Es difícil decidir si este exilio voluntario del conocimiento es bueno o malo para quien lo practica, pero desde luego que es negativo para la sociedad si resulta que los practicantes son multitud. Esta es una de las razones que hoy en día refuerzan la importancia de la divulgación de la ciencia. Pero no ha sido siempre así; la comunicación popular de la ciencia es una actividad relativamente nueva, que ha ido incrementando su importancia a medida que la ciencia se ha ido instalando en la vida cotidiana. En este artículo se hace un breve recorrido por algunos de los hitos más sobresalientes de la historia de la ciencia y su comunicación. No es un recorrido exhaustivo, sino un viaje de placer, con un toque de arbitrariedad y disipación.

Pensar, ese privilegio

Hasta la llegada de la revolución científica la ciencia fue cosa de unos pocos, tanto para hacerla como para conocerla, utilizarla y divulgarla. Los griegos clásicos comenzaron pensando, más que actuando, lo cual no es un mal comienzo. Platón sentó una poderosa tradición según la cual el desarrollo teórico de las ideas puede bastar para alcanzar el conocimiento de la naturaleza. Pero con eso no basta. Afortunadamente, su discípulo Aristóteles se dio cuenta de que también es necesario ponerse en contacto con la naturaleza y extraer información directamente de ella. Estas dos maneras de construir el conocimiento, la apriorística y la empirista, han convivido con sus desavenencias hasta nuestros días.

Inicialmente todo esto se hacía por placer, más tarde los seres humanos se darían cuenta de que también resulta de utilidad, e incluso proporciona poder. Se trataba del placer de una minoría: no había afán de transmitir los hallazgos al gran público. Platón con su Academia y Aristóteles en su Liceo se dedicaron a instruir a unos pocos afortunados en esto del conocer. Los destinados a la política mostraron -todavía hoy- escaso interés por la ciencia, y a pesar de todo un discípulo de Aristóteles que llegó a gobernante, Alejandro Magno, se las arregló para trasladar el centro mundial del conocimiento de Atenas a una nueva ciudad fundada por él: Alejandría. Y aquí la cosa se puso realmente interesante.

El Museum, la primera universidad

Alejandría era una especie de pequeña Grecia pertrechada para dar un gran empujón a la ciencia, gracias en parte al patrocinio de los Ptolomeos -que sucedieron a Alejandro Magno-, la dinastía de gobernantes que dirigió la ciudad en los tres últimos siglos antes de nuestra era. Euclides, Aristarco de Samos, Eratóstenes, Arquímedes, Apolonio de Perga, Hiparco o Herófilo de Calcedonia vivieron allí o bien recibieron parte del aire fresco que atravesaba esa ciudad. Entre las muchas cosas importantes que ocurrieron en esa época y que facilitaron el desarrollo de una ciencia más popular, hay dos destacadas: las matemáticas, que habían surgido como una producción teórica y para el disfrute del alma -de unas pocas almas-, resultaron ser una herramienta excelente para aplicar a los resultados de la observación experimental, por ejemplo la astronomía, y de esa manera extraer generalizaciones útiles. El comportamiento de la naturaleza se podía predecir y empaquetar en una serie de reglas unidas entre sí por lazos lógicos. Esto podía ser útil para muchos aspectos de la vida práctica, por lo que no era mala idea tratar de aumentar el número de almas informadas, lo cual redundaría en beneficio de la comunidad.

Algo así debieron de pensar los primeros Ptolomeos, ya que de ellos partió una empresa importante, la segunda gran idea: el Museum -templo de las musas-, destinado a acoger y desarrollar el conocimiento de la época, para algunos la primera universidad, surgió en esa ciudad del norte de Egipto. Su biblioteca, la gran Biblioteca de Alejandría, almacenó durante un tiempo el conocimiento universal. Los gobernantes Ptolomeos debieron de ser unos buenos comunicadores, o por lo menos se preocuparon de que el pueblo estuviese informado, ya que fue precisamente uno de ellos, Ptolomeo V, el que publicó un decreto utilizando tres alfabetos distintos, por si acaso: jeroglífico, demótico y griego. La piedra en que se grabaron los tres textos fue encontrada mucho después cerca de Rosetta, un pueblo del delta del Nilo, y hoy ejerce de estrella en el British Museum de Londres. Se hizo muy conocida ya que fue la clave para descifrar la escritura jeroglífica, uno de los textos en que Ptolomeo V mandó escribir su decreto.

Camino de la oscuridad, pasando por Roma

Con el cambio de era también cambió el destino de Alejandría, que pasó finalmente a manos de los romanos cuando fue tomada por Octavio Augusto en el año 30 a.n.e. (poco antes Julio César ya había flirteado con Cleopatra, la última de los Ptolomeos). Los romanos y la ciencia no se llevaron muy bien: estos preferían la batalla y el poder, así por la vía rápida. Sin embargo, tuvieron la delicadeza de permitir que los pensadores alejandrinos siguieran haciendo su trabajo durante un tiempo, y ello dio un fruto importante en esto de la comunicación de la ciencia: el Almagesto, la conocida obra de Claudio Ptolomeo (un ciudadano de Alejandría, que vivió entre los siglos I y II de nuestra era, que no tenía que ver con los antiguos gobernantes). En su obra se propuso explicar la dinámica celeste aglutinando gran parte de los conocimientos sobre astronomía que se habían alcanzado hasta el momento. El modelo ptolemaico se ajustaba a la idea, predominante en la época, de un mundo geocéntrico; no había muchas razones para que fuera de otra manera, excepto por la falta de elegancia de sus complicados epiciclos y por haber ignorado a Aristarco de Samos, quien mucho antes ya había propuesto un sistema con el Sol en el centro. Poco a poco fuimos entrando en el vacío. El historiador L.W.H. Hull describe así ese momento: «La actitud de los romanos ante la ciencia en general era ruda y utilitarista, carente de sensibilidad para lo propiamente científico. La sumisión del mundo griego a Roma, si no terminó radicalmente con la ciencia, fue al menos una de las causas de la general decadencia intelectual que precedió a la Edad Tenebrosa. El ignorante romano que asesinó a Arquímedes en el momento en que sucumbía el último estado griego independiente es un impresionante símbolo de todo el proceso».

Los textos científicos y sus tribulaciones

La divulgación popular del conocimiento es algo que no existió en esta primera época grandiosa del desarrollo de la ciencia. Aunque se tuvieran las ganas y las herramientas para hacerlo, tampoco estaba muy clara la utilidad que podía obtener el pueblo de ese saber, todavía más teórico que práctico. Habría que esperar al Renacimiento, la imprenta y la Revolución Científica para empezar a disfrutar plenamente del sabor de la ciencia. La Edad Media supuso un enlentecimiento de la empresa del conocimiento científico, que en cierta medida salvaron los árabes gracias a su interés por las producciones griegas y también de otros lugares, como la matemática hindú o la medicina hebrea. La civilización medieval mahometana no solo realizó avances importantes en matemáticas, sino que se ocupó de preservar y traducir muchas de las grandes obras del mundo clásico.

La elaboración, edición y traducción de textos -en múltiples formatos- ha sido una empresa muy importante a lo largo de la historia del conocimiento. En el Renacimiento se tuvo acceso a la sabiduría clásica gracias a las copias y traducciones que sobrevivieron el tiempo y la barbarie. El interés por las producciones de otros lugares y épocas puede ser un buen indicador de la preocupación de una sociedad por el fomento del conocimiento. Los Elementos de Euclides, por ejemplo, llegaron por primera vez a la Europa medieval a través de Córdoba, en donde se había hecho -o a donde había llegado- una de sus copias. En España este interés por obtener y traducir las principales obras del conocimiento parece que fue una feliz actividad pasajera de la que nos olvidamos durante gran parte de la Revolución Científica que se avecinaba. Muchas obras importantes de la ciencia jamás se han traducido al español, o lo han hecho muy recientemente (sin ir más lejos, en febrero de este año se ha puesto en circulación El químico escéptico, la primera traducción al español de The Sceptical Chymist de Robert Boyle, una obra publicada en 1661 que abrió el camino de la química moderna).

El sistema solar y el sistema humano

Pero sigamos con esta historia de bolsillo. Al final del túnel estaba el Renacimiento y un poco más allá, la Revolución Científica. Buscando una fecha, suele relacionarse el comienzo de esa revolución con la edición de dos libros, ambos en el año 1543: por un lado tenemos De Revolutionibus Orbium Coelestium de Copérnico, que puso a los cuerpos celestes, incluida la Tierra, en su sitio y, por otra parte, De Humani Corporis Fabrica, de Vesalio, que mostró a los estudiantes de medicina la anatomía humana con un rigor sin precedentes. Los dibujos de Leonardo da Vinci eran anteriores y de mayor calidad que los que ilustraban el libro de Vesalio (atribuidos en su mayoría a John Stephen de Calcar, discípulo de Ticiano), pero Leonardo nunca los publicó. La llegada de la imprenta de Johannes Gutenberg habría de ser esencial para la difusión del conocimiento, sin embargo, éstas no eran todavía obras de divulgación que alcanzasen al gran público. El De Revolutionibus ni siquiera levantó mucha polvareda entre los estudiosos más rancios (una de las razones por la que tuvo el beneplácito de la iglesia hasta 1616), y la obra de Vesalio estaba pensada sobre todo para el mundo académico.

Galileo, divulgación bajo arresto domiciliario

No hay nada como tener datos frescos y sorprendentes para que surja el impulso de divulgar ese nuevo conocimiento. Esto fue lo que le pasó a Galileo Galilei que, tras tener noticia de la invención del catalejo, se dedicó a construir varios de esos instrumentos y a enfocarlos, no a las tropas enemigas, sino al firmamento. Lo que vio en el invierno entre los años 1609 a 1610 era demasiado bueno como para mantenerlo guardado mucho tiempo, de manera que en marzo de ese mismo año publicó lo que se considera la primera obra de divulgación científica: el Sidereus nuncius (Noticiero sideral).

Estaba escrita en latín y dirigida al ‘mundo culto’, pero se trataba de una obra con un carácter distinto a lo ya existente: noticias frescas y rompedoras, en un libro de apenas 28 páginas que más bien era una revista. La primera edición constó de 550 ejemplares en los que descubría al mundo los satélites de Júpiter, las fases de Venus, las irregularidades de la Luna y la inmensidad de estrellas que pueblan la Vía Láctea. Galileo mostró una preocupación especial por hacer llegar sus ideas sobre la estructura y el funcionamiento de la naturaleza a la mayor cantidad posible de gente. Su obra más conocida, Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano (1632), está escrita en italiano, el lenguaje ‘vulgar’, y presentada en forma dediálogo entre tres personajes, lo cual imprime un tono menos riguroso auna obra que no deja de ser una pieza clave en la historia de la ciencia. Unformato, el del diálogo en italiano, que repitió en otra de sus obras principales, Discursos y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias (1638).En este caso repiten los tres personajes de los Diálogos (Salviati, Sagredo ySimplicio), pero el tono tiene un carácter menos popular.

Bacon y el papel político de la ciencia

Estamos ya en el siglo XVII, época en la que se reivindica con fuerza el empirismo: para avanzar en el conocimiento no basta con el pensamiento racional y las matemáticas, sino que es preciso obtener también información directamente de la naturaleza mediante experimentos. Que se lo digan a Galileo. Francis Bacon, coetáneo de Galileo, no solo avivó el interés por aplicar un método experimental coherente, sino que se dio cuenta y trató de dar a entender que el conocimiento científico puede ser una herramienta muy útil para la construcción de un estado poderoso; para ello, además, es importante institucionalizar la labor investigadora, mediante científicos profesionales que trabajen en centros especializados. En su obra -en latín- Instauratio Magna (1620), Bacon no se olvida de la divulgación de ese conocimiento, aunque se trata de una divulgación muy particular, ya que considera que debe restringirse a un público selecto: «los descubrimientos realizados prosperarán más si se confían a la responsabilidad de determinadas mentes apropiadas y selectas y se mantienen en privado». Esto, desde luego, no tiene nada que ver con la comunicación popular de la ciencia que hoy en día creemos tan necesaria; Bacon consideraba a la ciencia algo así como un secreto de estado, que debía manejarse con reserva.

El científico que no quería comunicar

En 1687 Isaac Newton publica su gran obra, Principios matemáticos de la filosofía natural. Si hoy en día reclamamos a los científicos que dediquen una parte de su tiempo a la divulgación popular de su trabajo, el espíritu de Newton estaba en las antípodas de esta manera de trabajar. El gran científico inglés, por no tener, no tenía ni prisa por airear sus trabajos de ciencia ‘dura’. Publicó los Principios animado por el astrónomo Edmond Halley y, cuando lo hizo, decidió modificar por completo la última parte (el libro III, titulado Sobre el sistema del mundo), libro cuya primera versión estaba destinada a un público popular, pero que en última instancia se publicó con un lenguaje más matemático y difícil. Afortunadamente la versión ‘popular’ no se perdió y hoy en día existen ediciones de las dos formas que adoptó el libro III, siendo la más sencilla un estupendo libro de divulgación que a punto estuvimos de no disfrutar.

De Newton a Euler

En el siglo XVII se fundan la Royal Society en Londres (1660) y la Académie Royale des Sciences en París (1666), de las que surgirían las primeras revistas científicas, Philosophical Transactions y Journal des Sçavants. Sin embargo, la comunicación popular del saber científico seguía siendo obra de autores individuales conscientes de la importancia de los nuevos descubrimientos. El francés Bernard le Bouyer de Fontenelle publicó en 1686 Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos (Entretiens sur la pluralité des mondes), un libro de divulgación que, según parece, tuvo bastante éxito. Como ocurre hoy en día, algunos de esos autores de divulgación no estaban directamente relacionados con el mundo de la ciencia, sino que se trataba de personas de formación humanística que hacían un esfuerzo por trasladar el conocimiento científico a un lenguaje comprendido por la mayoría. Es el caso de Voltaire que, prendado con la obra de Newton y tras hacer un esfuerzo para adentrarse en algunos de sus detalles, decidió divulgarla en un libro accesible al gran público titulado Elementos de la Filosofía de Sir Isaac Newton. El libro se publicó en 1738 tanto en francés como en inglés.

A finales del siglo XVIII, el científico Pierre-Simon Laplace elaboró otra gran obra destinada a popularizar y poner en conjunto los nuevos descubrimientos en física y astronomía; se trata de Exposición del sistema del mundo (1796), traducida por primera vez al español nada menos que en 2006. Pero es probable que la mejor obra de divulgación científica del siglo XVIII haya sido la que escribió el matemático y físico Leonhard Euler, que además de su especialización científica tenía grandes conocimientos de anatomía, química, botánica, música, literatura o filosofía, por especificar algunas materias. La magnífica obra divulgativa de Euler surgió del ofrecimiento que se le hizo para ilustrar con los conocimientos de la época a una sobrina de Federico II de Prusia. En este caso el género utilizado fue el epistolar: Euler escribió a la princesa más de 200 cartas en donde aborda con cierto detalle y un lenguaje sencillo todo tipo de temas, desde la noción de inmensidad hasta la mente humana, pasando por la manera de construir un telescopio. Las cartas se publicaron -inicialmente en francés- en varios volúmenes entre 1768 y 1772, y pronto adquirieron gran popularidad.

Charlas para obreros

Con la maquinaria de la ciencia ya en plena marcha, el siglo XIX se convierte en un impresionante escaparate de resultados. La capacidad de la ciencia para comprender la naturaleza y asistir al desarrollo tecnológico es ya innegable, y las obras dirigidas a popularizarla, así como a criticar las pseudociencias, se multiplican. El astrónomo Camille Flammarion, o el zoólogo Ray Lankester se hicieron más conocidos por su actividad divulgativa, a través de libros y artículos periodísticos que por su labor puramente investigadora. Lankester había sido discípulo de Thomas Henry Huxley, el gran biólogo, ensayista y divulgador británico. Además de su trabajo científico y ensayístico, Huxley era un estupendo divulgador, como muestra, por ejemplo, en su obra Physiography (1877) (nunca traducida al español, aunque hoy en día mantiene intacto su interés). Al comienzo del libro, Huxley recalca la necesidad de transmitir el conocimiento científico utilizando conceptos próximos al lector, de su día a día, para a partir de ellos ir aumentando el alcance del discurso. El avispado Huxley se convirtió además en un excelente orador y conferenciante -no lo era inicialmente-, fomentando una manera de transmitir el conocimiento científico que hasta ese momento era poco común: conferencias populares, no dirigidas a un selecto grupo de personas más o menos cultas, sino a todo el mundo. Sus Lectures to working men hacían la ciencia accesible a cualquier persona interesada y suscitaban tal interés que muchas se publicaron en panfletos individuales o agrupadas en forma de libros.

La ciencia hoy, la divulgación y la tortuga de Zenón

A lo largo del siglo XX y hasta nuestros días la ciencia ha ido ocupando un lugar cada vez más importante en la sociedad y con ello se ha incrementado la necesidad de mantener informado al público general sobre su funcionamiento, sus logros y su relación con la vida cotidiana. Ahora, además de libros, revistas, conferencias y demostraciones en directo, tenemos también radio, TV e internet. Los museos de ciencia han diversificado sus estrategias divulgativas y se han incorporado a la oferta cultural de muchas ciudades, que los exhiben orgullosas. La capacidad de comunicación, desde luego, no es un problema. Sin embargo, a pesar de que este amplio abanico de herramientas para transmitir el conocimiento no deja de producir una corriente de aire fresco -se publican constantemente buenos libros de divulgación, hay excelentes series y documentales para TV, internet, etc.-, una preocupante mayoría de la gente tiene unos conocimientos sobre ciencia similares a los que podría tener un artesano medieval, además de mantener creencias irracionales y claramente acientíficas, como la astrología, que siguen cautivando al público desinformado.

El ciudadano medio sabe que la ciencia está ahí y funciona (aspirinas, teléfonos móviles, medicina, etc.), sabe palabras nuevas (célula, nuclear, magma, magnético, probeta, transgénico), pero no tiene ni idea de qué significan o de cómo esos conocimientos pueden mejorar su espíritu crítico, y tampoco sabe muy bien cómo diferenciar qué es ciencia de lo que no. Quizás, en este mundo en permanente ebullición, con una ciencia en la que continuamente florecen nuevos caminos para la exploración, la divulgación del conocimiento científico no alcance nunca unos resultados satisfactorios: la cultura científica debe ser una pieza esencial en la educación de todos los ciudadanos… pero no hay manera de alcanzar a la tortuga.

Precisamente por ello, los esfuerzos para mantener un diálogo aceptable entre la sociedad y la ciencia deben incrementarse de manera paralela al crecimiento de esta última. La imaginación y la capacidad de trabajo que se requiere para hacer buena ciencia deben emplearse también para comunicar su filosofía y sus resultados.

Xurxo Mariño Neurociencia para Julia

Xurxo Mariño es neurofisiólogo, profesor e investigador del departamento de Medicina de la Universidade da Coruña. Miembro del Consello da Cultura Galega, dedica también sus esfuerzos a la comunicación de la ciencia a través de diversos medios (conferencias, libros, TV, radio, internet, teatro, etc.).

Edición realizada por César Tomé López a partir de materiales suministrados por CIC Network

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