Xurxo Mariño
Una tarde de mayo de 1959, Sir Charles Percy Snow (más tarde, Lord Snow), científico y novelista, pronunció la conferencia anual más prestigiosa de la Universidad de Cambridge, la «Rede Lecture». Ese año el título de la charla era «Las dos culturas y la revolución científica», y sirvió para acuñar definitivamente el concepto de «las dos culturas». En el libro que nació a partir de la conferencia se puso de manifiesto un problema que sigue vigente y que hace referencia a la separación intelectual entre humanistas y científicos: existe un desconocimiento, incomprensión e ignorancia mutuos, que genera una curiosa imagen distorsionada cada vez que se miran entre sí.
Decía Snow que, desde la revolución industrial, el mundo de los autoproclamados «intelectuales» no se ha interesado ni ha entendido qué es lo que sucede en el mundo de los intelectuales de ciencia (¡la ciencia, uno de los pilares centrales de la civilización contemporánea!). Las mujeres y hombres de letras siguen considerándose cultos incluso ignorando casi todo sobre ciencia, pretendiendo que la cultura tradicional es la única cultura; como si la exploración del orden en la naturaleza no tuviera interés, tanto intrínseco como en sus consecuencias. «El gran edificio de la física moderna sigue creciendo, y la mayoría de la gente más inteligente del mundo occidental tiene tanta idea de ello como la que tenían sus ancestros neolíticos». Por su parte, los científicos creen que la literatura de la cultura tradicional no aporta nada relevante a la vida psicológica, moral o social. Como resultado se auto-empobrecen y disminuyen su universo imaginativo.
La consecuencia de este abismo entre las dos culturas es una pérdida práctica, intelectual y creativa; una enfermedad de la sociedad occidental que afecta gravemente al resto del mundo. Según Snow, esto es mucho más que un problema; estamos perdiendo todas las oportunidades creativas que siempre surgen cuando dos mundos, dos culturas, entran en colisión. Las repercusiones de esta pérdida son múltiples. Hay un capítulo muy interesante en el libro de Snow en el que analiza de qué manera esta situación afecta directamente al crecimiento de los países subdesarrollados. El autor argumenta que la cultura tradicional no ha comprendido la revolución industrial, mucho menos la revolución científica, las cuales, junto con la revolución agrícola, constituyen los únicos cambios cualitativos que ha conocido la especie humana. Si a esto le añadimos que la mayoría de los científicos no parecen comprender o no muestran mucho interés por los problemas sociales, el resultado es devastador.
Estas reflexiones se hicieron a finales de los años 50 del siglo pasado; Snow creía que en el año 2000 las diferencias entre la sociedad occidental y el resto habrían desaparecido, pero se equivocó. ¿Por qué? Probablemente porque los políticos y poderes mundiales hicieron y hacen pocos esfuerzos para potenciar con decisión una de las vías para lograr un mundo con una cultura sólida y práctica, un mundo que repartiría mejor la riqueza y el saber: la educación. «Cerrar la separación entre nuestras culturas es una necesidad en el sentido intelectual más abstracto, y también en el más práctico. Cuando las dos culturas hayan crecido aparte, entonces ninguna sociedad será capaz de pensar con sabiduría». Algo falla en los sistemas educativos occidentales cuando los científicos desconocen a, por ejemplo, Julio Cortázar o Karl Popper; mientras que artistas y literatos ignoran las implicaciones prácticas y filosóficas de los últimos descubrimientos en cosmología o en biología molecular.
Cotidiana esquizofrenia
En nuestra sociedad actual el problema de falta de cultura científica es más que evidente; hay cientos de ejemplos, basta con echar una mirada: en EEUU es posible recibir una atención médica espléndida y, al mismo tempo, tener dificultades para recibir información sobre la teoría de la evolución (sucede en algunas escuelas); paradójicamente, los avances médicos de que disfrutan esas personas son posibles gracias a la investigación en microorganismos y en otros animales con los que compartimos idénticos mecanismos bioquímicos y fisiológicos, un parentesco que es debido a los procesos evolutivos. En un grupo de gente de tan solo 23 personas (las que hay, por ejemplo, en un bus urbano en cualquier momento) dos de ellas se percatan de que su aniversario es exactamente el mismo día, por lo que exclaman solemnemente, ¡qué casualidad!; sin embargo, matemáticamente hay un 50 % de posibilidades de que esto ocurra. Si aumentamos el número a 53 personas (un bus de línea lleno), las probabilidades de que esta ¿coincidencia? ocurra son del 98 %. No hay ninguna mística en el asunto, simplemente matemáticas, así y todo mucha gente considerará normal recurrir a las pseudociencias para buscar una explicación. En cualquier parte del planeta los radicales religiosos no dudan en utilizar los frutos demoníacos de una ciencia que ignoran (ordenadores, armas guiadas por láser, comunicaciones por satélite, etc) en nombre de su divinidad favorita.
Sin duda, cualquier observador externo y objetivo concluiría, ante estos y otros ejemplos, que en el planeta Tierra hay algo que no funciona. El problema de des-entendimiento entre científicos y humanistas se transmite a todo el proceso educativo, que queda polarizado desde sus cimientos. Este bicho de dos cabezas se disimula, en la mayoría de los casos, decapitando la protuberancia científica; como consecuencia de todo esto brota la esquizofrenia, tanto individual como colectiva, que intentaba plasmar en el párrafo anterior: esa capacidad de desdoblamiento que nos permite saborear avances médicos y tecnológicos asombrosos y, al mismo tiempo, ignorar por completo todo lo que hay detrás, tanto desde el punto de vista técnico como filosófico.
El premio Nobel de física Murray Gell-Mann considera que el invento más importante de los últimos dos mil años es la incredulidad, el descrédito en lo sobrenatural, la percepción de que somos parte de un universo gobernado por el azar y la necesidad («Todo cuanto existe es fruto del azar y la necesidad»; el biólogo Jacques Monod utilizó esta frase de Demócrito para dar título a un libro espléndido publicado en 1970). Para la inmensa mayoría de los científicos actuales la caperuza de penitente y el teléfono móvil son incompatibles, pero no así para una parte importante de nuestra sociedad. Entonces, ¿cómo es posible que no se den fenómenos de rechazo, como en los transplantes médicos? Muy fácil: los ciudadanos suplen su vacío de conocimiento científico con generosas dosis de complejos vitamínicos para el despiste dispensadas gratuitamente por gobiernos, televisiones, religiones, peñas de fútbol y revistas del corazón. Los científicos son tradicionalmente bastante complacientes con este panorama y hacen pocos esfuerzos para promover la divulgación de sus conocimientos a nivel popular. Después de cientos de años de espectaculares descubrimientos, la especie humana es capaz de proezas como la domesticación de la radiación electromagnética, sin embargo, como apuntaba Snow, la idea que sobre esos avances tiene la mayoría de los habitantes del planeta es idéntica a la de los hombres de Cro-Magnon. Este problema no es ninguna frivolidad, sin ninguna duda la educación –la falta de- está en la base de la mayoría de los trastornos y padecimientos sociales: no puede ser que la victoria de un equipo de fútbol movilice a más personas –muchísimas más- que una manifestación a favor de la investigación con células madre. No puede ser. Es una total falta de educación, en todos los sentidos.
La escasa educación científica que recibimos se transmite como si fuera un tipo de conocimiento que hay que aprehender y meter en un pequeño cofre, al que se le echa una mirada de vez en cuando, o nunca. Resulta curioso que hoy en día, en un mundo envuelto por los vapores del saber científico, exista una capacidad tan grande para ignorar precisamente ese saber. Snow pronosticó que este problema de educación se podría solucionar mezclando con tino el saber humanista y el científico, lo que el llamó «tercera cultura». Pero pasaron los años y el divorcio entre ciencias y letras, lejos de desaparecer, aumentó. ¿Estamos perdidos? No.
Tendiendo puentes
El físico y matemático Paul Davies escribió que, Dios, en el caso de existir, podría convencer fácilmente a los terrícolas con una acción llamativa como, por ejemplo, pintar la Luna a cuadros. Entre los habitantes del planeta que no están dispuestos a esperar por esa mano de pintura hay muchos científicos con habilidades literarias, los cuales crecen y se multiplican con la misma presteza y soltura que el propio progreso de la ciencia y la tecnología. Una aldea global poblada por ilusionados físicos, biólogos, filósofos, científicos computacionales, psicólogos, sociólogos, antropólogos y periodistas de ciencia está tomando el relevo de los viejos intelectuales; son la autoproclamada Tercera Cultura, están ahí, escribiendo libros de divulgación y prendiéndole fuego a muchas ideas y maneras de pensar, construyendo puentes entre la ciencia y las humanidades.
Algunos de estos excelentes divulgadores van camino de convertirse en clásicos, como el didáctico Stephen Hawking («Historia del tiempo», «El universo en una cáscara de nuez»), el abrumador Roger Penrose («La nueva mente del emperador», «Lo grande, lo pequeño y la mente humana»), o el hábil Richard Dawkins («El gen egoísta», «El relojero ciego», «Evolución»). Pero todavía queda la materia pendiente de la popularidad, ya que por lo general estas obras no son precisamente éxitos de ventas (algunos de estos autores se hicieron incluso populares, como el genial Carl Sagan y su obra Cosmos, pero eso fue una excepción -mis alumnos ya no lo conocen- que ha sido recientemente revivida de manera parcial con la también parcial popularidad del cosmólogo Neil deGrasse Tyson); la sociedad necesita con urgencia una cura de información sobre la naturaleza del universo que pisan, a juzgar por el esperpéntico panorama cotidiano.
Uno de los grandes impulsores de esta corriente de nuevos divulgadores científicos es el escritor, editor y gurú del ciber-pensamiento John Brockman. En 1991 publicó el ensayo «The Emerging Third Culture», y más tarde, en 1995 el libro «The Third Culture: Beyond The Scientific Revolution». Entre los coautores del libro están, junto a Gell-Mann, Penrose y Dawkins, otros como Paul Davies, Daniel C. Dennett, Niles Eldredge, Alan Guth, Marvin Minsky, Steven Pinker, Martin Rees, Lee Smolin o Francisco Varela. Más recientemente, en 2003, volvió a la carga con un interesante libro colectivo titulado «The new humanists» (editado posteriormente en castellano como «El nuevo humanismo y las fronteras de la ciencia»). Algo así como el FestiMad del pensamiento científico anglosajón actual. Como dice Brockman en su web, «la tercera cultura consiste en aquellos científicos y pensadores del mundo empírico que, mediante su trabajo y sus escritos, están ocupando el lugar de los intelectuales tradicionales en la labor de hacer visible el significado más profundo de nuestras vidas, redefiniendo quién y qué somos».
Esta idea de usurpación del nicho de los intelectuales tradicionales por «pensadores del mundo empírico» puede ayudar a construir puentes entre las culturas científica y humanística, pero también puede derivar en que la supuesta tercera cultura termine convertida en la cultura del cientifismo, entendiendo por esto último la definición que da Tom Sorell en su libro «La cultura científica». Según Sorell, «el cientifismo es la creencia de que la ciencia, en especial la ciencia natural, es, con mucho, la parte más valiosa del saber humano». Y esto, desde luego, no es lo que añoraba Snow.
En el ecosistema hispanohablante ha florecido también en los últimos tiempos una magnífica escuela de divulgadores dedicados a la comunicación de la ciencia a través de obras escritas. Pere Estupinyà («El ladrón de cerebros»), Carlos Chordá («Ciencia para Nicolás»), José Ramón Alonso («El hombre que hablaba con los delfines y otras historias de la neurociencia»), Sergio Palacios («Las hazañas de los superhéroes y la física»), Deborah García Bello («Todo es cuestión de química»), José Manuel López Nicolás («Vamos a comprar mentiras»), Antonio José Osuna («El error del pavo inglés»), Carlos Briones, Alberto Fernández y José María Bermúdez («Orígenes. El universo, la vida, los humanos»), Juan Luís Arsuaga («La especie elegida»), Clara Grima («Hasta el infinito y más allá», ilustrado por Raquel García), José Edelstein y Andrés Gomberoff («Antimateria, magia y poesía»), o Adrián Paenza («Matemática… ¿estás ahí? »), son solo una pequeña muestra de los numerosos autores que, con su mirada, nos ayudan a descubrir la nueva cultura científica.
¿Una partidita?
Sumergirse en las ideas y discusiones de estos “nuevos humanistas”, como llama Brockman a muchos de los autores de divulgación, es una aventura mucho más apasionante que la que puede ofrecer la mejor videoconsola. En el juego al que, por ejemplo, nos invita la obra «The new humanists», hay personajes y monstruos de todos los colores, que juegan con armas como la antropología, la cibernética, la inteligencia artificial o la cosmología.
El catálogo de personajes en este juego de la vida es fascinante: Jared Diamond –que ganó el Premio Pulitzer con su obra «Armas, Gérmenes y Acero»-, explica su interesante teoría sobre las diferencias entre las sociedades humanas de los distintos continentes: esas diferencias no son debidas a las características biológicas de los habitantes, sino a las características biogeográficas de los continentes que habitan.
El psicólogo Steven Pinker –que ha publicado obras como «La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana», o «Cómo funciona la mente»- arremete contra ciertas ideas que tiene la sociedad occidental sobre el funcionamiento de la mente y que el cree erróneas: la inexistencia de un temperamento o carácter inherente a nuestra forma de actuar (un cerebro que nace como tabula rasa); la inexistencia de impulsos negativos al comienzo de la vida (el mito del «salvaje noble»); y la creencia de que la actividad mental es independiente de los procesos biológicos (lo que el llama «el fantasma dentro de la máquina»).
En este juego actual de la ciencia también se ataca, con armas modernas, una cuestión antigua: ¿en qué nos diferenciamos los seres vivos del resto? ¿es posible construir máquinas inteligentes? ¿cómo será el software y el hardware del futuro? Uno de los padres de la inteligencia artificial, Marvin Minsky –recientemente fallecido, autor de «La sociedad de la mente»- ahonda en la esencia de la vida y en el significado de la ciencia computacional.
Por su parte, Ray Kurzweil explica con energía su visión de la evolución de la inteligencia humana y artificial: la unión de ambas es parte de nuestro destino. Pero para contrarrestar lo que puede ser una excesiva confianza en la revolución tecnológica y en el éxito de la aplicación de los modelos biológicos en el mundo cibernético, también podemos elegir como personaje a Jaron Lanier, repartiendo críticas por todos los flancos, paradójicamente uno de los principales representantes del campo de las nuevas tecnologías –fue él quien acuñó el término «realidad virtual». Resulta balsámico leer a Lanier después de pasar por el sector duro de la inteligencia artificial.
Y si todavía no tenemos suficiente, podemos hacer una inmersión en el mundo de la física y la cosmología, que es en la actualidad un hervidero de especulaciones y discrepancias en busca del Santo Grial: una teoría que unifique el mundo físico. Paul Steinhardt nos explica el universo cíclico, Lisa Randall contraataca con la teoría de cuerdas, y un conciliador Lee Smolin descubre radiante su gravitación cuántica de lazo. Todavía queda mucho por hacer para lograr una teoría final, casi mejor, mientras tanto podremos disfrutar de muchas partidas con las estimulantes ideas y descubrimientos de estos navegantes de siglo XXI.
Comprobar que las doctrinas de esta comunidad de científicos y pensadores son dispares, heterogéneas y, en algunos casos, enfrentadas –con el elegante debate científico como moderador, por supuesto- es algo estupendo: la ciencia está más viva que nunca, y nosotros, lectores-jugadores, tenemos la suerte de participar en lo que sucede en los chispeantes vagones de cabeza. Los personajes de este juego solo tienen en común el afán por compartir y transmitir ideas sobre las implicaciones que los descubrimientos científicos tendrán en el futuro tanto físico como espiritual de la humanidad.
Insert coin
Decía Snow: «en nuestra sociedad (o sea, en la avanzada sociedad occidental) tenemos perdido incluso la pretensión de poseer una cultura común. Las personas educadas con la mayor intensidad de la que somos capaces ya no son capaces de comunicarse unas con otras en el plano de sus principales intereses intelectuales. Esto es grave para nuestra vida creativa, intelectual y, sobre todo, moral. Nos está llevando a interpretar mal el pasado, a equivocar el presente y a descartar nuestras esperanzas en el futuro. Está haciéndonos difícil o imposible tomar la acción correcta».
Son palabras de hace más 50 años, pero a veces suenan con una frescura que hace enrojecer. El placer del conocimiento científico está, más que nunca, al alcance de la mayoría, pero muchas personas no disfrutan todavía de esta fantástica fuente de diversión y, también, de libertad. Será cuestión de insistir y de transmitir pasión por la ciencia, por el bien de todos.
Sobre el autor: Xurxo Mariño es doctor en CC. Biológicas, profesor en el departamento de medicina de la Universidade da Coruña e investigador en el grupo de Neurociencia y Control Motor de esta universidad. Mariño es además un prolífico divulgador de la ciencia, labor por la que ha recibido numerosos premios.
Nota: la versión original de este texto fue escrita en 2008 como reflexión sobre el papel que tiene en la sociedad la actual divulgación de la ciencia escrita y a propósito del libro «The new humanists». Permaneció inédito hasta hoy. Esta versión se ha actualizado con algunos datos recientes.
Juan R
Estupendo texto. Como suele ser cuando escribe X. Mariño.
Pero, siempre hace falta un poco de autocrítica sobre esta tercera cultura que parece que emerge y parece la curación de todos los males de la sociedad. Y es que la mente humana es intrínsecamente la misma, la misma que la que tenían los que miraban al cielo asustados por una tormenta y pensaban que era algo poderoso porque escapaba a su entendimiento. La misma mente que tenían los que necesitaban un chamán en la tribu, alguien que conectase con el conocimiento…Así que se corre el peligro de que la divulgación científica no pase de ser una forma más de religión, una forma de uso de la ciencia como la posesión de la verdad por el divulgador/científico (al que se le adjudica el conocimiento) que se transmite al público sin capacidad/intención/posibilidad de razonar. Es decir, el público asume lo que el gurú dicta y no razona (pregunta para los divulgadores, ¿de verdad que no habéis observado este comportamiento?) . Y solo porque lo ha dicho «X. Mariño» (por utilizar el ejemplo del autor) se piense que es «la verdad» (puede parecer duro, pero es lo que se ve en comentarios posteriores a algunos eventos de divulgación, es fervor, no razón).
El público tuitea y retuitea lo que se dice en las charlas de divulgación, pero al final, sigue anclado en los tópicos…. hoy había un tuit que comentaba que el desayuno es la comida más importante del día, pero la investigación en nutrición (según otra charla de divulgación para escépticos en un pub) desmiente esa idea. ¿cómo se puede sacar todo lo erróneo del sistema cuando la información no pasa por el filtro de la razón? Y sin embargo, parece que el público se acerca a los divulgadores que les hacen sentir bien…. sin ir más allá del contenido.
Este fenómeno es el que describe Ortega y Gasset en la Rebelión de las Masas. Una sociedad que perfectamente es capaz de adquirir/copiar sin digerir las nuevas ideas llevados por la inercia de la moda pero sin ser capaz de razonarlas o de criticarlas o de llegar a una cosa que se llama discusión y diálogo. Simplemente, esto es así y punto.
Es el riesgo grande que se corre actualmente con la emergencia de la divulgación científica.
Por otro lado, si bien es cierto que la sociedad vive esa dualidad ciencia-humanidades, no todos se han dejado seducir por la corriente que arrastra a la masa… y grandes pensadores del siglo XX de una y otra orilla tendían puentes permanentes de admiración por el conocimiento que no dominaban. Así, en el principio de siglo XX hubo en nuestro país una corriente como fue la Residencia de Estudiantes, de la cual parece que surgieron solo humanistas y artistas (¿un sesgo de la historia mal contada?) cuando la realidad es que hubo tantos científicos como humanistas en diálogo permanente y sin los prejuicios que ahora hay. Así lo expresa Dalí en uno de sus autógrafos sobre la ciencia… claro que por la misma razón que explica X Mariño, eso se perdió/destruyó, no interesaba.
En fin, si bien en general estoy de acuerdo con lo que expone X Mariño, quizás hay que dar una vuelta de tuerca más y hacer pensar al personal en vez de predicarles…. dar herramientas para que busquen verdades en vez de darle verdades. Hay que cambiar el paradigma de educación básica que hay en occidente, pero no nos confundamos, no se trata de lo que hacen ahora, ir a internet a buscar información sobre cualquier materia y asumir que porque está en interné, en güiquipedia etc… es la verdad. Ha mejorado el acceso a la información pero no ha cambiado la actitud de la mente humana con respeto a la capacidad de filtrado de información. Como decía en sus clases un gran profesor para evitar crear dogmas y hacer a los alumnos investigar:»no escriban, piensen!, Piensen!», lo decía parado de frente a al alumnado cuando se percataba de que todos teníamos la cabeza hacia abajo escribiendo a modo de taquígrafos sin pensar.
Gracias Mariño por este texto y por esa actitud de transmitir conocimiento…. pero, bueno, ya sabes, el reto no es que tomen la papilla de ciencia que tú con buena intención suministras, el reto es conseguir que cada mente sea eso, una mente y no una parte de la masa.
salud y apertas.
Xurxo Mariño
Gracias, querido Juan Xotk por tus comentarios. Estoy esencialmente de acuerdo. De hecho, advierto de lo que cuentas en este párrafo:
«Esta idea de usurpación del nicho de los intelectuales tradicionales por «pensadores del mundo empírico» puede ayudar a construir puentes entre las culturas científica y humanística, pero también puede derivar en que la supuesta tercera cultura termine convertida en la cultura del cientifismo, entendiendo por esto último la definición que da Tom Sorell en su libro «La cultura científica». Según Sorell, «el cientifismo es la creencia de que la ciencia, en especial la ciencia natural, es, con mucho, la parte más valiosa del saber humano».»
¡Salud!
El juego del conocimiento
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Hitos en la red #104 – Naukas
[…] Bueno, vale ya, que es que me hierve la sangre con este tema. Para compensar, tenemos La rana terrible, de Juan Ignacio Pérez, que de homeópata no tiene nada; y este amplio informe de José Manuel López Nicolás porque Llega la segunda generación de ingredientes funcionales. También los efectos perniciosos de las cosas que sí funcionan en Experimentos que te cambian la vida (para mal) de Mariajo Moreno. Y, ya puestos, esta reflexión de Xurxo Mariño: El juego del conocimiento […]
Miguel
«En el ecosistema hispanohablante ha florecido . . . » ¡Lo que cabe en un simple párrafo!
Dice Juan R «hay que dar una vuelta de tuerca más y hacer pensar al personal en vez de predicarles…. dar herramientas para que busquen verdades en vez de darle verdades». Algunos estamos aquí de paso, de refilón, nuestra vida está en otras cosas, pero nos gusta echar un ojo a todo esto. De lo que vamos viendo aquí y allá vamos eligiendo y llega un momento en que, de determinadas firmas, nos creemos casi cualquier cosa que digan, no sé si sólo por comodidad o porque realmente no tenemos cabeza ni tiempo para más. Para quien quiera seguir buscando, las verdades son, como mucho, punto y seguido. Siempre hay algo más allá.
Mi más sincero agradecimiento a todos los que hacen divulgación científica. Y, encima, lo hacen (al menos en parte, una gran parte) gratis. Esto es Jauja.
Carlos Briones
Estupendo post, Xurxo, enhorabuena por regalarnos estas interesantes reflexiones y por escribirlo de una forma tan sugerente. Me siento muy halagado al formar parte (junto con mis amigos y coautores Alberto Fernández Soto y José María Bermúdez de Castro) de esa selección que haces en el ámbito de la divulgación científica actual en español. Y en ese párrafo me encuentro realmente bien acompañado por otros grandes colegas, como puedes imaginarte.
Aparte de agradecerte la mención, quería decirte que coincido plenamente con lo que comentas en tu post en el sentido de que, si queremos avanzar a lo largo del camino de la cultura, cada vez es más necesario tender puentes entre la ciencia, las humanidades y las artes. De hecho, lo que planteas me ha recordado un texto que publiqué en 2012 en la revista ‘Litoral’ (http://edicioneslitoral.com/tienda/ciencia-y-poesia-vasos-comunicantes-rl-no-253/), titulado ‘Ciencia y poesía: sed de metáforas’. Lo puedes descargar de este link si te apetece leerlo: https://dl.dropboxusercontent.com/u/89345691/Litoral%202012%20Ciencia%20y%20Poes%C3%ADa_Carlos%20Briones.pdf.
Ese mismo espíritu de la ‘tercera cultura’ (es decir, la cultura) es el que preside las tertulias ‘Diálogos del Conocimiento’ (http://www.dialogosdelconocimiento.org/) que celebramos en Madrid desde hace ya 18 años y en las que todos los meses compartimos con nuestros variopintos invitados algunas certezas pero, sobre todo, muchas preguntas.
En resumen, creo que cada vez somos más quienes, como tú, vamos en busca de esa integración de los distintos saberes que nos permiten no sólo comprender el mundo sino además trascenderlo. Afortunadamente, también en ese camino avanzamos a hombros de gigantes, como Snow y otros pioneros. Disfrutémoslo.
El juego del conocimiento | Firma invitada | Cu…
[…] Xurxo Mariño Una tarde de mayo de 1959, Sir Charles Percy Snow (más tarde, Lord Snow), científico y novelista, pronunció la conferencia anual más prestigiosa de la Universidad de Cambridge, la «Rede Lecture». Ese año el título de la charla […]
Octavi
Yo creo que el panorama ha mejorado sensiblemente en ese foso que mencionas en la primera parte del artículo. Además de científicos que se han acercado al mundo de la divulgación y que han conseguido ser «best sellers» (yo añadiría a la lista al neurocientífico David Eagleman, con su libro ‘Incógnito’, o al físico teórico Michio Kaku, con «El futuro de nuestra mente», ambas obras grandes éxitos de ventas), hay un gran número de novelas en las que aparecen referencias o reflexiones científicas. Ahora mismo he terminado la magnífica «Las correcciones», de Jonathan Franzen, excelente novela con continuas referencias a neuroquímica y biología de la mente, o las de Richard Ford,. En general, los grandes novelistas actuales muestran estar bastante al día de conocimentos científicos, especialmente neurociencia. Así también, el enfoque biologista de historiadores como Harari en «De animales a hombres», otro best-seller. En el cine encontramos también películas que, dentro de la ficción, juegan con un rigor aceptable con conceptos científicos, como Interstellar, Coherence o The martian. Quizá en nuestro país esto esté un poco retrasado, pero como otras cosas, vaya.
Otra cosa es la ignorancia general, que citas a continuación. Pero esta no tiene tanto que ver con la separación ciencia-humanismo, sino con la ignorancia pura y dura, que se manifiesta tanto en ciencias como en música o literatura. En general, para un amplio porcentaje de la población, la cultura se reduce al consumo de contenidos prefabricados de muy baja calidad. Pero este es otro problema.
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