El titanio es el noveno elemento químico más abundante en la corteza terrestre y está presente en decenas y decenas de minerales. Sin embargo, no se tuvo constancia de su existencia hasta finales del s. XVIII. En 1795 Martin Heinrich Klaproth lo bautizó inspirándose en los titanes, antiguos dioses de la mitología griega e hijos de Gea (Tierra). Pese a no ser un metal de uso histórico, el titanio cobró gran importancia en las diferentes artes plásticas a lo largo del s. XX hasta convertirse en un elemento de gran transcendencia.
Una nueva arquitectura
Cualquier persona que viva en Bilbao o alrededores asociará automáticamente el titanio con el museo Guggenheim. Para que luego se diga que los materiales artísticos no tienen importancia. Cuando Frank Gehry diseñó un gigantesco barco metálico junto a la ría del Nervión inició una pequeña revolución arquitectónica. Es cierto que desde los años 70 ya se venía empleando el titanio con ese fin, pero su uso en un edificio tan singular y de dimensiones colosales supuso un antes y un después.
La decisión de emplear titanio para forrar el museo no fue sencilla. Uno de los grandes inconvenientes era su precio: más del doble que el del acero de uso tradicional. Si tenemos en cuenta que se emplearon 42 875 paneles (o 33 000 según otras fuentes), estamos hablando de un auténtico dineral. Eso sí, con el titanio se pueden hacer planchas de la mitad de grosor, así que tampoco fue un drama. A partir de ahí todo fueron ventajas: es un material ligero, pero con una elevadísima resistencia mecánica, aguanta bien frente a la corrosión gracias a la capa de óxido que lo cubre y ofrece una estética insuperable en la que el color varía en función de las condiciones ambientales.
Así el Guggenheim se convirtió en el primer gran icono arquitectónico de titanio, lo que no quiere decir que sea el único. Por citar algunos casos repartidos por todo el orbe, tenemos: el Museo de la Ciencia de Glasgow, el Gran Teatro Nacional de Pekín, la Biblioteca Cerritos Millenium de California o la sede de Fuji en Japón. En la mayoría de los casos el titanio se combina con el vidrio, en lo que resulta una de las parejas de materiales más exitosas de este siglo.
Arcoíris metálico
Pese a los edificios que acabamos de mencionar y el nombre del elemento que nos ocupa, no siempre se ha usado el titanio para obras de grandes dimensiones. El titanio en forma metálica también se puede emplear en esculturas y en joyería. En estos casos resulta de gran interés una propiedad bastante peculiar del metal: puede ofrecer diferente color en función del grosor de la capa de óxido que lo cubre.
Sobre la superficie del titanio se crea una delgadísima capa de óxido (de menos de una micra) que interactuará con la luz y provocará que veamos un color u otro. Seguro que en alguna ocasión has visto una especie de arcoíris en un charco con restos de aceite o en una pompa de jabón. Pues este mecanismo es similar: la luz blanca se dispersa al entrar en contacto con la superficie del óxido y se generan interferencias que varían con el grosor, permitiendo que sólo se observen ciertas longitudes de onda, es decir, ciertos colores. Para lograr diferentes colores se puede alterar el grosor del óxido mediante un proceso que se conoce como anodización en el que el titanio se conecta a una fuente de alimentación. Jugando con el voltaje que se aplica se provocan reacciones de oxidación-reducción y se logra una capa más o menos delgada en función del color que deseemos lograr (Imagen 4).
El blanco de nuestros tiempos
La pintura blanca no puede faltar en la paleta del artista. No sólo para pintar con ese color, sino para variar las tonalidades del resto de los colores. Históricamente el pigmento blanco más importante ha sido el albayalde o blanco de plomo, pero tiene algunos inconvenientes, entre ellos que te puede matar debido a la toxicidad del plomo. Ante esa perspectiva era necesaria la aparición de otros blancos. Así, en el s. XIX se comercializó el blanco de zinc, pero en el siglo siguiente fue desbancado por el blanco más empleado hoy en día: el blanco de titanio (TiO2).
Para que os hagáis una idea de la importancia del blanco de titanio, tened en cuenta que la industria de los pigmentos y los colorantes mueve alrededor de 30 billones (americanos) de dólares al año y unos 13,2 corresponden a este blanco. Claro que no sólo se usa en pintura de caballete, sino en pintura industrial, esmaltes, plásticos, opacificador de papel, etc. Todo ello gracias a que es un blanco con un excelente poder cubriente, relativamente barato y no tóxico (aunque recientemente la Unión Europea ha alertado sobre su posible efecto cancerígeno).
El óxido de titanio (IV) se puede encontrar en la naturaleza formando tres minerales: rutilo, anatasa y brookita. Se sabe que durante el s. XIX se empleó rutilo natural en pintura, pero su calidad es mucho menor que el sintético, por lo que no llegó a ser un pigmento trascendental como este último. Pese a que en 1821 ya se había sintetizado blanco de titanio, no fue hasta 1916 cuando se empezó a comercializar, casi simultáneamente en Noruega y Estados Unidos.
La síntesis del blanco de titanio ha ido evolucionando desde aquel momento. Al principio se partía del mineral ilmenita (FeTiO3) para lograr anatasa sobre un substrato de sulfato de bario o de calcio, pero ya en los años 30 se descubrió cómo lograr rutilo sintético, forma que hoy en día sigue siendo la más popular. El siguiente gran hito fue el desarrollo de un método de síntesis, empleando cloro, que resultó ser mucho más eficiente que el empleado hasta la fecha y que se basaba en el uso de sulfatos.
Como os podéis imaginar, el blanco de titanio sólo aparece en obras de arte a partir del s. XX, algo que resulta muy útil para detectar falsificaciones. Ya contamos en su momento que en un estudio realizado en la Universidad Politécnica de Catalunya se detectó rutilo y azul de ftalocianina en una obra inicialmente atribuida al pintor valenciano Cecilio Pla y Gallardo, fallecido antes de que esos productos se comercializasen. Mucho más espectacular es sin duda el caso de Wolfgang y Helene Beltracchi, una pareja de falsificadores que la lio parda, como podéis aprender en este hilo de Luis Pastor. Tras vender obras por varios millones de euros se descubrió su estafa porque en un supuesto Campendonk de 1914 había blanco de titanio (Imagen 7). Como ya os habréis dado cuenta, dicho pigmento no estaba disponible en el mercado. No penséis que Wolfgang no era consciente de ello (o por lo menos, eso declaró en el Spiegel). Él empleó un tubo de blanco de zinc, pero no se dio cuenta de que también contenía blanco de titanio. Maldita química.
Para saber más:
Nippon Steel Corporation. Features of Titanium Building Materials (2019).
A. Mendelsohn How Analog and Digital Came Together in the 1990s Creation of the Guggenheim Museum Bilbao en Guggenheim.org (2017).
E. West FitzHugh. Artist’s Pigments: A Handbook of Their History and Characteristics. (Volume 3). National Gallery of Art (1998).
B.A. van Driel et al. The white of the 20th century: an explorative survey into Dutch modern art collections. Heritage Science 6(16) (2018).
Sobre el autor: Oskar González es profesor en la facultad de Ciencia y Tecnología y en la facultad de Bellas Artes de la UPV/EHU.
La tabla periódica en el arte: Titanio – Fluceando
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