Los alquimistas, el rey Midas, y los exploradores norteamericanos tenían un mismo objeto de deseo: el oro. Este metal, además de su intrínseco valor, posee un destacado papel simbólico a nivel religioso: era la carne de los dioses egipcios y el material del que estaban hechos el vellocino que persiguió Jasón, las manzanas que guardaban las Hespérides o la estatua del dios Marduk en Babilonia. La religiones judeocristianas no son una excepción: cuando Moisés se descuidó un momento para recoger las tablas de la Alianza, los israelitas ya estaban idolatrando a un becerro de oro. Siendo un elemento tan arraigado en nuestra tradición y conocido desde hace milenios, es comprensible que sea uno de los materiales más importantes a lo largo de la historia del arte.
De oro macizo
El oro es un elemento químico muy estable, por lo que es raro que forme compuestos con otros elementos y es más frecuente que aparezca en forma nativa, es decir, como metal puro. Esto supone una gran ventaja, ya que, aunque sea escaso, se puede hallar en la naturaleza sin tener que recurrir a complejos métodos de extracción. Pensad por ejemplo en las pepitas de oro de las películas del Lejano Oeste. Eso sí, luego se precisan métodos de purificación para separar el oro de otros metales con los que suele estar aleado.
La fascinación que sentimos por el oro se remonta a tiempos prehistóricos como demuestran las piezas de orfebrería más antiguas que conocemos. Se encontraron en la necrópolis de Varna (Bulgaria) y fueron elaboradas en el quinto milenio antes de nuestra era. Sin duda, una de las razones por las que el oro nos atrae es su color: al contrario que todos los elementos metálicos (a excepción del cobre) no es plateado, sino amarillento. Para explicar esta propiedad tendríamos que recurrir a la teoría de la relatividad de Einstein, así que conformémonos con decir que los átomos de oro absorben la luz en la parte azul del espectro y la reflejan en la zona del amarillo-rojo. Pero las propiedades maravillosas del oro no se limitan a su color: tiene una maleabilidad fuera de lo común, lo que permite trabajar con él sin que se rompa y es extremadamente estable, por lo que no se degrada fácilmente como puede suceder con el hierro o el cobre.
En la formidable estabilidad del oro estriba gran parte del simbolismo que se le ha otorgado históricamente. Al ser un elemento prácticamente inmutable se asocia con la eternidad, tal y como hacían los antiguos egipcios, quienes lo vinculaban al faraón y al todopoderoso dios Ra. Pese a que el saqueo y hurto de las tumbas egipcias nos ha privado de un gran número de joyas, han llegado a nuestro días magníficos ejemplares de collares, colgantes, estatuillas, amuletos o pectorales que muestran el buen hacer de los orfebres del país del Nilo.
Al igual que los egipcios, las grandes civilizaciones hicieron un uso extensivo del oro: fue símbolo de distinción para los persas, dio forma a máscaras mortuorias micénicas, se combinó con el marfil en las estatuas de crisoelefantina griegas, coloreó los mosaicos bizantinos y coronó a reyes y reinas. La conquista de América supuso un flujo constante de oro hacia Europa, pero los pueblos precolombinos también habían desarrollado el arte de trabajar un metal del que disponían en relativa abundancia. Cuando los conquistadores llegaron a aquellos desconocidos territorios quedaron maravillados por las riquezas que ofrecían. Enseguida surgieron todo tipo de leyendas que llevaron a los más intrépidos a la búsqueda de lugares como El Dorado, la legendaria ciudad construida en oro. Aunque tal lugar no existiese, el mito tiene una justificación tal y como refleja una singular balsa dorada de la cultura muisca que se descubrió en Colombia (Imagen 3). Esta pieza representa la ceremonia de coronación del cacique del reino, quien cubierto en polvo de oro arrojaba ofrendas del valioso metal a la laguna de Guatavita. Ante tal maravilloso derroche, normal que se sobreestimasen las riquezas de aquellos pueblos indígenas.
Bañados en oro
A estas alturas ha quedado claro que realizar obras de arte con oro es costoso, especialmente si pensamos en piezas de gran formato. Afortunadamente existe una alternativa mucho más económica que visualmente no afecta al valor de la obra: el dorado. Mediante esta técnica se cubren materiales más pobres con oro, de modo que se abaratan costes y se pueden decorar piezas de un tamaño que sería dificilísimo obtener con el metal macizo: retablos, estatuas, órganos, etc. Por ejemplo, en Quito, el interior de la Iglesia de la Compañía está completamente cubierto en oro. Si este interior hubiese sido realizado en metal macizo sería un tesoro más valioso que las reservas de muchos bancos centrales. Sin embargo, gracias al dorado, este delirio barroco se pudo realizar con poco más de cincuenta kilogramos de oro. No es moco de pavo, pero los jesuitas no se caracterizaban precisamente por su austeridad artística.
A lo largo de la historia se han desarrollado diferentes métodos para dorar objetos. Uno de los más interesantes desde el punto de vista químico es el que se realiza mediante amalgama de mercurio y que ya explicamos en su momento. Afortunadamente este procedimiento tan perjudicial se pudo abandonar en el s. XIX con la llegada de la galvanoplastia y el dorado por electrólisis. Pero no avancemos tan rápido y quedémonos con una técnica más clásica: el dorado mediante pan de oro. El pan de oro es una finísima lámina de metal que se logra mediante el batido con martillo y que, gracias a la ductilidad del oro, puede alcanzar grosores inferiores a una micra. De este modo, pese a que el material sea caro, se puede lograr mucho pan de oro con una pequeña cantidad de metal (10 000 láminas de 8 x 8 cm pesan unos 130 gramos).
La aplicación del pan de oro depende del material que se vaya a cubrir y, en muchos casos, es una labor costosa. Tradicionalmente se han usado dos técnicas: el dorado al mordiente, en el que se emplea como adhesivo una substancia grasa, y el dorado al agua. En este último, muy habitual para decorar estatuas de madera, la pieza se cubre primero con una cola, luego con una preparación a base de yeso y, finalmente, con una capa de bol. El bol es una arcilla de tonos rojizos que sirve de fondo para el dorado y proporciona una superficie homogénea sobre la que se pegan las láminas del oro para su posterior bruñido. Una vez asentadas las láminas, se pueden lograr decoraciones exquisitas mediante el estofado, técnica que consiste en cubrir el metal con pintura y luego levantarla en las zonas que se quieren dejar el oro al descubierto.
Oro parece…
Cuando un material es codiciado por el ser humano es inevitable que surjan imitaciones. El oro no es una excepción, pese a que por sus particulares características no resulte fácil de falsificar. Si bien existen compuestos químicos o aleaciones con un brillo dorado que podrían dar el pego, no presentan la misma ductilidad, resistencia a oxidarse o densidad que el áureo elemento. Una de estas substancias es la pirita (FeS2), un mineral de brillo atractivo que la naturaleza suele presentar en forma de cubos. Por su aspecto es conocida con el esclarecedor nombre de oro de los tontos y, aunque se usa en joyería, es fácil de diferenciar del codiciado metal: la pirita es más dura (más difícil de rayar), liviana y menos amarilla, especialmente si se ha oxidado. Otros de los minerales que pueden dar falsas alegrías a quienes juegan a ser geólogos son la calcopirita o algunos tipos de micas.
En todo caso, más allá de los sustitutos naturales, el material más empleado para imitar el oro es el latón, una aleación de cobre y zinc. Este material ya era conocido en época clásica como oricalco, en griego cobre de la montaña, nombre que podría ser un vestigio de cuando el latón se obtenía de menas de cobre ricas en zinc. Los romanos transformaron la etimología de la aleación y la acercaron a la del metal al que se asemejaba con el nombre de aurichalcum. Fue el mismísimo Augusto quien decidió que ese sería el material empleado para elaborar los sestercios del Imperio y en la reforma del año 23 les dio el significativo valor de una centésima de áureo, la valiosa moneda de oro. Claro que, gracias al parecido entre el metal y la aleación, hay estafadores que han conseguido rentabilizar mejor el latón haciendo pasar por piezas de gran valor objetos que no eran más que baratijas.
Otra manera muy efectista de lograr superficies de aspecto dorado es la corladura, técnica en la que se aplica un barniz transparente sobre metales como la plata o el estaño. Allá por el s. VIII este barniz se lograba mezclando algún colorante amarillo como el azafrán con aceites, pero posteriormente se fue avanzando hacia el uso de la goma laca como disolvente. Entre las substancias empleadas para lograr la corla dorada podemos encontrar una gran variedad de productos naturales además del azafrán: la rubia, la cúrcuma, el achiote, la gualda, el ámbar, la gutagamba y hasta la sangre de drago, resina extraída de un árbol tropical. La corla se aplica en capas muy finas conocidas como veladuras, ya que el efecto deseado sólo se logra si se combina el color de esta sustancia con la reflectividad de la plata o el estaño.
El artista que pintaba con oro
Como ya hemos visto, el oro se ha empleado para realizar obras de orfebrería, dorar piezas o crear pequeñas esculturas, pero también ha tenido cierta relevancia en la pintura. Aunque aplicar oro con un pincel puede parecer complicado, existe una especie de pintura dorada: el oro en concha. Este curioso nombre es un vestigio de la época en la que el producto se guardaba en conchas de mar. Como el resto de pinturas, ésta consiste en partículas que otorgan color y una substancia que aglutina las partículas. Obviamente, en este caso el color lo otorga el oro metálico, mientras que el aglutinante puede ser goma arábiga, la miel u otras substancias dependiendo de la época y el origen. Aunque esta pintura no ha sido muy empleada para elaborar cuadros, resultaba especialmente útil para cubrir lagunas en dorados o alcanzar zonas a las que no se podía acceder con pan de oro.
En cualquier caso, si hablamos de oro y pintura, hay una figura que destaca por encima de todas las demás: la de Gustav Klimt, hijo de un grabador de oro. El artista austriaco no pintaba con oro en concha, sino que combinaba de forma magistral el óleo con el pan de oro. Klimt fue un creador todoterreno que a finales del s. XIX abanderó la Secesión de Viena, un movimiento de artistas que impulsó la renovación de estilos en Austria. Su primera gran obra con pan de oro fue Palas Atenea (1898), un cuadro donde la diosa griega posa altiva con su casco, égida y vara de noble metal. La blanquecina piel nos recuerda al marfil que Fidias usó para otra Atenea, la virgen (Partenos)que otrora se alzaba imponente en el Partenón.
Klimt creó sus obras más célebres durante la primera década del siglo XX. En ese momento llega el cenit de su fase dorada, un periodo en el que el artista produce piezas que recuerdan a los antiguos mosaicos bizantinos. Posiblemente la más conocida es El Beso (1908), uno de los grandes iconos del arte mundial, aunque Retrato de Adele Bloch-Bauer I (1907) no le anda a la zaga. Esta última gozó durante unos pocos meses del mérito de haber sido el cuadro más caro de la historia. Pero permítanme que acabemos este artículo con una obra que refleja como pocas la unión entre el valor simbólico y artístico del oro: Dánae.
Para saber más:
Ainhoa Gómez Pintado. El oro en el arte. Materia y espíritu : contribución a la restauración en el arte contemporáneo. UPV/EHU (2009).
El oro de los faraones. National Geographic.
Sofía Martinez Hurtado. El dorado. Técnicas, procedimientos y materiales. Ars Longa (11) (2002) 137-142.
Sobre el autor: Oskar González es profesor en la facultad de Ciencia y Tecnología y en la facultad de Bellas Artes de la UPV/EHU.