En un futuro distópico la humanidad está atrapada sin saberlo dentro de una realidad simulada, Matrix, que las máquinas inteligentes han creado para distraer a los humanos mientras usan sus cuerpos como fuente de energía. Esta era la base de Matrix, la película de las Wachowskis de 1999. Si bien el argumento no parece muy eficiente desde el punto de vista termodinámico su impacto cultural es evidente, incorporándose el título de la película al lenguaje popular para significar que se vive en un mundo inventado y separado de la realidad.
Sin embargo, la idea de que vivimos en una simulación no es nueva en absoluto. Desde la ilusión del mundo del hinduismo (maya) y el sueño de Zhuang Zhou ser una mariposa taoísta, pasando por la caverna de Platón hasta llegar al genio maligno (malin génie) de Descartes, el Dios de Berkeley y el murciélago en la cubeta, la tentanción solipsista del escéptico, el concepto de que lo único que existe es mi consciencia y algo que le da información, es una constante histórica.
La idea de que todo nuestro universo no es más que una simulación en un ordenador de una civilización hiperavanzada no es fácilmente descartable. Solo aplicando la navaja de Ockham podríamos aventurarnos a sugerir que no parece muy probable. Con todo, Nick Bostrom publicó un artículo en 2003 en la revista Philosophical Quarterly titulado “¿Vives en una simulación por ordernador?” que dio paso a todo un movimiento metafísico, que no epistemológico, que afirma la realidad de esa simulación, el “simulismo”.
Curiosamente los humanos tendemos a comparar las cosas con aquellas que ya conocemos. Si nuestro conocimiento avanza con el tiempo, nuestras comparaciones lo hacen en paralelo. El típico ejemplo es el funcionamiento del encéfalo, que se compara con cualquier tecnología que sea la más avanzada, impresionante y con un halo de misterio del periodo en cuestión. Así Descartes comparó el encéfalo con una máquina hidráulica; Freud con una de vapor; posteriormente se asimiló el encéfalo a una centralita telefónica, después a un circuito eléctrico, para terminar llegando al ordenador; últimamente ya se encuentran textos en los que se le asimila a un navegador web o a Internet.
Cuando imaginamos el futuro estamos presos de exactamente el mismo sesgo cognitivo. Las personas que se plantean que el universo pueda ser una simulación lo hacen basándose en lo que la realidad virtual es capaz de hacer hoy día, lo que dota de validez emocional a la comparación pero no por ello la hace más probablemente cierta.
Y es que la realidad virtual está cada vez en más sitios, desde entornos para la rehabilitación de personas que han sufrido infartos cerebrales, en videojuegos (de todo tipo), hasta simulaciones hiperrealistas que permiten el entrenamiento seguro del personal especializado que va a realizar tareas muy complejas y potencialmente muy peligrosas.
Lo que puede llegar a conseguir la realidad virtual lo ilustra la vasca Virtualware que ha sido capaz, por ejemplo, de crear una simulación para GE Hitachi Nuclear Energy en la que se puede realizar el entrenamiento realista del movimiento del combustible radiactivo de una central nuclear, una operación en la que el nivel de conocimientos exigidos y la coordinación operativa del personal es del máximo nivel, y donde cualquier discrepancia con la realidad puede salir muy cara.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance