El espacio como instrumento

Fronteras

Foto: Radek Grzybowski / Unsplash

La reverberación, ese abrigo de pelusa que a menudo envuelve a los sonidos, ha existido desde que existen las ondas sonoras. Cada vez que un sonido se aleja de su fuente, sus ondas se reflejan en todas las superficies que encuentran a su paso, de manera que cada paisaje y cada contexto dejan su huella sobre él. Aunque rara vez reparemos en ello, el espacio es inseparable de los sonidos que lo habitan, ya sea un paisaje, una habitación o una sala de conciertos. Esta es la idea que subyace a los vídeos de Joachim Müllner (Wikisinger) y Julien Audigier (Wikidrummer), grabados según afirman sus protagonistas sin “reverberación artificial añadida”.

La acústica de una sala es un factor clave que determina nuestra experiencia sonora y quizás por eso, los músicos le dan tanta importancia. Pero no solo aplica a los auditorios. La transformación que ejerce la arquitectura sobre los sonidos que percibimos nos da pistas constantemente sobre nuestra propia ubicación en el espacio. Imagina que estás dentro de una habitación con los ojos cerrados. Cualquier cosa que digas será filtrada por los elementos que te rodean, se reflejará y volverá a tus oídos con esta huella característica. Esto te permitirá intuir, de manera automática e inconsciente, cómo es esa habitación, cómo de lejos está el techo, de qué material es el suelo, si hay alfombras o no, si está llena de objetos o completamente vacía. No es lo mismo gritar en una catedral gótica… o dentro de un ataúd.

Aunque la acústica de los espacios ha preocupado a los arquitectos de todas las épocas, Wallace Clement Sabine es considerado por muchos como el padre de la acústica arquitectónica moderna1. Cuando inició su carrera, hacia finales del siglo XIX, esta disciplina estaba todavía en pañales. Muchos arquitectos e ingenieros confiaban en la algunos principios prácticos aplicados casi por tradición, pero carecían de una base científica y empírica, que les ayudase a alcanzar sus objetivos. A algunos, por ejemplo, les gustaba colgar cables a través de espacios demasiado reverberantes, mientras que otros se dedicaban a decorarlos con jarrones, basándose en una práctica “milenaria”, pero más bien infundada, cuyos orígenes se remontaban a la antigua Grecia.

Cuando Sabine empezó a trabajar en acústica, no sabía mucho sobre el tema. Y fue quizás esa ignorancia la que le ayudó a librarse de los errores conceptuales que habían lastrado a sus coetáneos. En 1895, los propietarios del Museo de Arte Fogg, le pidieron ayuda a la Universidad de Harvard para resolver los problemas de acústica de su sala de conferencias. Aunque le sala se había inaugurado apenas algunos meses antes, su excesiva reverberación la hacía casi inutilizable. El equipo de física de la universidad no tenía mucha fe en que se pudiese hacer nada al respecto, así que le encargó este reto al miembro más joven del equipo, Wallace Sabine, por aquello de no “desperdiciar recursos” en una tarea que sospechaban imposible.

En aquel momento, Sabine no solo era el más joven de su equipo. Tampoco tenía un doctorado ni los conocimientos especializados sobre acústica necesarios para emprender el reto. Así que, de manera quizás algo ingenua, pero sorprendentemente eficaz, decidió buscar otro espacio equivalente al de la sala Fogg, pero que funcionase mejor desde un punto de vista sonoro. Y lo encontró dentro de su propia universidad, en el Teatro Sanders, conocido por su excelente acústica. Este espacio no contaba con cables colgantes ni colecciones de jarrones. En cambio, según observó Sabine, la sala contaba con bastantes accesorios de tela y superficies rugosas, que quizás contribuían a disipar la reverberación.

El teatro Sanders alrededor de 1876. Fuente: Wikimedia Commons

Para comprobar el impacto de estos objetos sobre la acústica de la sala, Sabine decidió medir sistemáticamente el tiempo de reverberación para distintas frecuencias cambiando los elementos de la sala. Cada noche se dedicaba a trasladar cojines y otros elementos móviles del Teatro Sanders a la sala Fogg. Allí hacía sus experimentos y devolvía todo a su sitio antes de que el público pudiese echarlo en falta. El acústico de la noche, como Batman, pero combatiendo el mal sonoro con un cronómetro y varios tubos de órgano.

Sabine comprobó que los objetos que iba añadiendo en la sala Fogg ayudaban a disminuir considerablemente su reverberación. Animado por sus primeros éxitos, convenció a varios estudiantes de que se sentaran en distintas butacas. Así llegó a una sorprendente conclusión: en términos acústicos, una persona es equivalente a seis cojines. Para la mayoría de las frecuencias, ambos absorben la misma cantidad de sonido aproximadamente.

Los experimentos nocturnos de Sabine, con sus análisis sencillos pero sistemáticos, le llevaron a establecer una serie de principios que se convirtieron en la base de toda una nueva disciplina. Descubrió que el tiempo de reverberación de una sala es proporcional a sus dimensiones e inversamente proporcional a la cantidad de superficies absorbentes presentes (como cojines, o humanos). Ayudó a definir el mismo concepto de “tiempo de reverberación” que todavía hoy utilizamos, y que sigue siendo una de las características más importantes a la hora de determinar la calidad acústica de una sala.

Referencia:

1Goldsmith, Mike. Discord. The story of noise. Oxford University Press, 2012.

Sobre la autora: Almudena M. Castro es pianista, licenciada en bellas artes, graduada en física y divulgadora científica

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