Desde que nacemos, los seres humanos compartimos con muchas otras especies animales la capacidad de estimar pequeñas cantidades sin necesidad de utilizar números. Es lo que coloquialmente entendemos como “contar a ojo” y que técnicamente se denomina “subitización”, por lo “súbitamente” que sucede. La subitización solo es precisa hasta cifras sorprendentemente pequeñas, más allá del cuatro y el cinco, los montones empiezan a parecerse entre sí y ya no podemos cuantificarlos a golpe de ojo (intenta visualizar once puntos, por ejemplo, en vez de tres, para entender a qué me refiero). Contar con números, en cambio, requiere siempre recitar un listado de palabras o símbolos (uno, dos, tres, cuatro…), lo que consume más tiempo, y también un mayor esfuerzo cognitivo.
Veréis, pensar es malísimo. En mis charlas de divulgación sobre percepción y diseño, suelo provocar al público advirtiendo que “pensar da cáncer”. Espero que no, sinceramente, o escribir estos artículos estará poniendo en riesgo mi esperanza de vida. Pero lo cierto es que los humanos, en general, procuramos evitar hacer esfuerzos cognitivos siempre que no sean estrictamente necesarios. Y contar con números (esto es, recitar una serie de símbolos cuantitativos) supone un esfuerzo mucho mayor que estimar cantidades a ojo, o subitizar. Esto ha hecho que los pequeños números, generalmente hasta el tres o el cuatro, aquellos que nos evitan la necesidad de “contar”, hayan dejado su huella en la lengua de muchas culturas.
En 1992, los investigadores Stanislas Dehaene y Jacques Mehler publicaron un estudio1 donde analizaban la frecuencia con que distintas palabras relacionadas con números se utilizaban en siete idiomas distintos; inglés, catalán, holandés, francés, japonés, kannada (una lengua del sur de la India) y español. Salvando algunas cifras redondas que tienden a agrupar cantidades aproximadas cercanas (como cien, mil, millón, etcétera, que a menudo designan cierto orden de magnitud, más que una cantidad exacta), descubrieron que el uso de los números disminuye con su magnitud. La palabra “tres” se usa con menos frecuencia que “dos” y esta, aún menos que “uno”. Lo mismo sucedía con los ordinales (primero, segundo, tercero) y con la representación arábiga de esos mismos números.
Según la hipótesis de los investigadores, esta tendencia no sería necesariamente un reflejo del mundo que nos rodea. No es que a nuestro alrededor las cosas se agrupen en dúos o tríos de manera preferente. Más bien, se trataría de un sesgo impuesto por nuestros sistemas perceptivo y cognitivo2, que manejan estas cantidades con mayor facilidad y condicionan nuestras posibles representaciones mentales del entorno. Así lo explica Dehaene en “El cerebro matemático”3:
“El lenguaje humano está profundamente influido por una representación no verbal de los números que compartimos con los animales y los bebés. Creo que esto, por sí solo, explica la reducción universal de la frecuencia de las palabras según el tamaño del número. Expresamos los números pequeños con mucha más asiduidad que los grandes porque nuestra recta numérica mental representa los números con una precisión decreciente. Cuanto más grande es una cantidad, más confusa es nuestra representación mental de ella, y menos frecuente la necesidad de referirnos a ella de manera exacta”.
Los números uno, dos y tres no son solo los más frecuentes. En algunos idiomas son los únicos que existen. Se han descubierto culturas que solo usan las palabras “uno”, “dos” y “muchos”, haciendo literal aquello de que “tres son multitud”. Un ejemplo son los warlpiris, una tribu de Australia que únicamente añaden la palabra “pocos” a este reducido léxico cuantitativo. Los Munduruku, en Brasil, son un grupo bastante sofisticado en comparación: tienen nombres hasta el cinco. En su mundo, más allá de los dedos de una mano, no es posible contar. Todas las cantidades se vuelven “montones”.
Los pirahãs, en la selva del Amazonas, plantean un caso especialmente restrictivo. Tras convivir durante años con ellos, Daniel Everett concluyó que no usaban números en absoluto4:
“Al principio pensé que usaban los números uno, dos y ‘muchos’, un sistema bastante común alrededor del mundo. Pero después me di cuenta de que lo que yo, y otros previamente, habíamos considerado números, no eran sino cantidades aproximadas”.
Tras observar con más atención, Everett confirmó su error inicial:
“[Los pirahã] podían usar la palabra ‘dos’ (eso creía que significaba) para designar un par de peces pequeños o uno solo relativamente más grande, contradiciendo mi entendimiento de lo que significaba ‘dos’ y confirmando mi nueva idea sobre los ‘números’ como referencias de volumen relativo”.
Los miembros de aquella tribu nunca contaban, tampoco usaban los dedos para indicar cantidades, ni ningún otro artilugio que permitiese hacer cálculos, ni siquiera de manera sencilla. En medio de la selva, tampoco les había hecho falta.
Referencias y notas:
1Dehaene, Stanislas, y Jacques Mehler. 1992. «Cross-Linguistic Regularities in the Frequency of Number Words». Cognition 43 (1): 1-29.
2Hablo sobre sobre cómo este sesgo afecta, también, a ciertos aspectos de la musicalidad humana en: Martín Castro, Almudena. 2022. La lira desafinada de Pitágoras. Cómo la música inspiró a la ciencia para entender el mundo. HarperCollins Ibérica.
3Un libro altamente recomendable. Dehaene, Stanislas. 2011. The Number Sense. How the mind creates Mathematics. Estados Unidos: Oxford University Press. Existe una traducción al castellano titulada El cerebro matemático, de Siglo Veintiuno Editores Argentina.
4Everett, Daniel. 2008. Don’t Sleep, There Are Snakes: Life and Language in the Amazonian Jungle. Profile Books
Para saber más:
Los números deben de estar locos
El gran cuatro, o los números siguen estando locos
Y tú, ¿cómo cuentas con los dedos? (1)
Y tú, ¿cómo cuentas con los dedos? (2)
Contar hasta un millón con los dedos de las manos
Sobre la autora: Almudena M. Castro es pianista, licenciada en bellas artes, graduada en física y divulgadora científica
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