El suicidio es una de las principales causas de muerte externa o no natural en el mundo. Y aunque se puede prevenir, su incidencia sigue al alza. En España, por ejemplo, se ha registrado un aumento sostenido de los fallecimientos por esta causa desde 2018.
Así, los datos publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) muestran que en 2022 (último año con información consolidada) la mortalidad por suicidio se incrementó en un 5,6 % con respecto a 2021. Esta subida no es uniforme, ya que la tasa se ha acrecentado casi un 8 % más en menores de 30 años y un 42 % en adolescentes de entre 15 y 19 años.
Las cifras también indican que la proporción de hombres que se quitan la vida es significativamente mayor que la de mujeres: el triple. No obstante, en 2020, el año que estalló la pandemia de covid-19, se constató una igualación de estas tasas (casi un hombre fallecido por mujer fallecida) en adolescentes de 12 a 18 años.
Brecha de sexo: ¿a qué responde?
La brecha de sexo también se refleja en las diferentes formas del comportamiento suicida, como la ideación y el intento. Desde este punto de vista, los expertos han identificado un patrón por sexo contrario: las mujeres muestran más presencia e intensidad de ideaciones y un mayor número de intentos.
También se registra una mayor tasa de consultas femeninas en servicios de salud (sobre todo hospitalarios) por esta causa, lo que podría indicar que buscan ayuda antes. ¿A qué podrían deberse las diferencias?
La brecha entre mujeres y hombres atiende a tres variables: método y daño médico (por lo general, los hombres tienden a utilizan formas asociados a mayor severidad de la lesión física) e intentos previos de morir (se percibe el comportamiento de los hombres con mayor intención de morir). Tales disparidades varían según el contexto sociocultural, por lo que estos factores pueden guardar más relación con los roles de género que con el sexo biológico de la persona.
Por otro lado, los estudios indican alta ideación y de justificación del intento de suicidio (ambos estrechamente asociados con el inicio de la conducta suicida) y menor ratio de muerte en las mujeres, mientras que la cifra más abultada de suicidios masculinos se asocia a una ideación más fugaz.
La paradoja del género
Toda esta evidencia apoyaría lo que se conoce como la “paradoja del género” en la conducta suicida. Y aunque tradicionalmente se ha asociado a las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, también tiene mucho que ver con las disimilitudes y expectativas culturales en relación al género.
Por ejemplo, las tasas más elevadas de fallecimiento por suicidio en varones suelen estar asociadas a una mayor prevalencia de trastornos externalizantes (asociados a problemas de conducta o dependencia de sustancias), rasgos psicológicos como impulsividad o agresividad y la preferencia por métodos más letales (por ejemplo, saltos desde edificios o uso de armas de fuego).
En contraste, los estudios indican que las mujeres son más propensas a mostrar trastornos de ansiedad, depresión o del estado del ánimo asociados a niveles altos de ideación o intento suicida.
La evidencia es más escasa y contradictoria para los factores que disminuyen la probabilidad de que se produzca esta conducta. Una evaluación centrada en las necesidades, sensibles a la pluralidad y los cambios en las de las circunstancias de las personas, podría aportar luz a dichas diferencias.
Nada es blanco o negro
El problema es que los estudios sobre este asunto en las culturas occidentales han analizado los datos conforme a estructuras de análisis binario: bueno/malo, hombre/mujer, negro/blanco… Desde este punto de vista, mujeres y hombres serían opuestos: ellas lo intentan y ellos lo consiguen.
Además, la conducta suicida en mujeres se ha atribuido erróneamente a la ambivalencia (inestabilidad psicológica), la expresión emocional exacerbada o a la consecuencia de un acto de debilidad precipitado por las turbulencias en sus relaciones. Por contra, los hombres manifestarían un comportamiento suicida firme o calculado o como resultado de una respuesta fuerte a la adversidad.
Adicionalmente, la lectura binaria de los datos puede alimentar la profecía autocumplida (cuando la percepción social sobre las diferencias alienta de forma indirecta a que estas se produzcan) o reproducir estereotipos en las conclusiones sobre frecuencia y letalidad en la conducta suicida.
¿Se puede entonces atribuir la menor incidencia en mujeres a la temprana identificación de casos de riesgo, dado que ellas se muestran más dispuestas a buscar ayuda en los servicios de salud o a expresar sus emociones? ¿Y la mayor mortalidad en hombres al uso de métodos más letales y su menor disposición a buscar apoyo, con tal de no contradecir los estereotipos de masculinidad tradicionales? Pues no únicamente. Y si consideramos que son explicaciones válidas, habría que cuestionarlas, porque evidencian cómo los propios estereotipos ligados a la socialización de nuestra identidad masculina o femenina tienen un efecto en la conducta suicida.
Una mirada única desde el binarismo reproduce clichés de género –tanto para las identidades normativas como para la divergencia–, limita el derecho a la elección de la identidad de género y puede llevar a una contención emocional del malestar. En consecuencia, el sistema de sexo y género binario podría considerarse, en sí mismo, un factor de riesgo de la estigmatización de la conducta suicida. No contribuye a la adopción de una conciencia social amplia para prevenirla.
Hacia una mirada más abierta
De todo lo anterior se concluye que el análisis binario de los datos o abordar por separado las variables que influyen en la conducta suicida puede llevar a excluir factores relevantes. Y si estos no se tienen en cuenta, las explicaciones sobre un fenómeno tan complejo como es el riesgo de suicidio quedan limitadas.
Incorporar la perspectiva de género en las acciones preventivas y de análisis de datos significa abrir el foco a explorar cómo conectan o se solapan las diversas categorías sociales: etnia, clase social, orientación sexual, estado de salud mental, etc.
Aquí cabe destacar las iniciativas que tienen en cuenta la autodeterminación de género en la comunidad LGTBIQ+, con mayores tasas de riesgo suicida: un 34 % más de ideación y un 18 % más de intentos con respecto al resto de la población. Por otro lado, existen alternativas de cuidado respetuoso que podrían maximizar la prevención, como espacios seguros de acogida, apoyo y aceptación.
La hoja de ruta para evaluar y abordar la conducta suicida contempla considerar la diversidad y la matización propia de cada individuo. Son aspectos cruciales para mejorar la capacidad de detectar el riesgo y poder prevenirlo, un asunto que concierne a toda la sociedad.
Sobre las autoras: Anna Pedrola-Pons es investigadora predoctoral y Alejandro de la Torre Luque, investigador doctor, en el Departamento de Medicina Legal, Psiquiatría y Patología de la Universidad Complutense de Madrid.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Artículo original.
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