Tomanowos: el meteorito que sobrevivió a las megainundaciones y a la insensatez humana

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Daniel Garcia-Castellanos

Tomanowos en el Museo de Historia Natural de Nueva York.
Daniel García-Castellanos, Author provided

La roca con la historia más fascinante que conozco tiene un nombre milenario: Tomanowos. Significa el visitante del cielo en el extinto idioma de los indios clacamas, para quienes Tomanowos vino para unir el cielo, la tierra y el agua.

Hoy yace en el Museo de Historia Natural de Nueva York. Sin embargo, cuando los colonos europeos la encontraron hace más de cien años junto a Portland (Oregón), protagonizó una de las historias más hilarantes en geología, fruto de la atracción fatal que una roca rara como esta produce en los humanos.

¿Qué sabemos sobre sus orígenes?

Tomanowos es un raro meteorito de 15 toneladas compuesto de hierro y níquel (Fe 91 %, Ni 7,6 %). Estos átomos de Fe y Ni se formaron mediante fusión nuclear en el núcleo de estrellas. Convertidas en supernovas, sufrieron gigantescas explosiones que los esparcieron por el espacio.

Las explosiones de supernovas esparcen por el espacio el hierro producido en las estrellas más pesadas. Este hierro termina en nebulosas de partículas que eventualmente producen nuevas estrellas y protoplanetas como el que formó Tomanowos.
X-ray: NASA/CXC/Rutgers/J.Hughes; Optical: NASA/STScI

Hace unos 4 500 millones de años, estos átomos pululaban en una nebulosa de detritos cósmicos que comenzaba a agregarse para formar protoplanetas en el sistema solar. Tomanowos fue parte del núcleo de uno de estos protoplanetas, en cuyo centro se acumulan siempre los metales más pesados.

Más tarde, hace unos 4 000 millones de años, una colisión entre dos de esos protoplanetas devolvió nuestra pieza de museo a la soledad espacial. Lo sabemos porque un choque es la única manera conocida de extraer una masa de 15 toneladas del centro de un protoplaneta.

Vesta, un protoplaneta superviviente del sistema solar primigenio. Debido a su gran tamaño, los protoplanetas desarrollan una estructura de capas por densidades con elementos más pesados como el hierro concentrados en el núcleo. Tomanowos es un pedazo del núcleo expulsado por una colisión de un protoplaneta similar.
EPFL/Jamani Caillet, Harold Clenet

Hace apenas 17 000 años, la órbita de Tomanowos finalmente se cruzó con la terrestre. Como resultado de este billar cósmico, el meteorito entró en nuestra atmósfera, con la suerte de aterrizar plácidamente en un casquete glaciar en Canadá. El hielo glaciar suele ser una importante fuente de meteoritos bien preservados.

La acción del agua y el hielo

Durante las siguientes décadas, el glaciar transportó lentamente a Tomanowos hacia una lengua glaciar que en ese momento bloqueaba el río Fork en Montana (EE. UU.).

El hielo obstruía el valle fluvial formando una barrera de 600 m de altura que dio lugar aguas arriba el enorme lago Missoula. Aunque ya no quedan restos de esa barrera, conocemos su existencia porque Joseph Pardee encontró en la década de 1920 los sedimentos del enorme lago que ocupó el valle.

Arrastrada por el glaciar, la roca llegó a la presa de hielo justo el año en que esta colapsó por la presión del agua. Provocó una de las mayores inundaciones jamás documentadas: las inundaciones de Missoula, que dieron forma a los Scablands y transformaron el paisaje del estado de Washington. El fenómeno alcanzó una intensidad equivalente a varios miles de cataratas del Niágara.

Al caer el dique glaciar, el meteorito quedó atrapado en un bloque de hielo y fue arrastrado flotando en la inundación. Cruzó los estados de Idaho, Washington y Oregón siguiendo el cauce del desbordado río Columbia a velocidades de más de 20 m/s, según simulaciones numéricas del evento. Cuando flotaba ya a la altura de la actual Portland, la carcasa de hielo se rompió y la roca se hundió bajo las aguas.

Tras la inundación, Tomanowos quedó expuesto a la atmósfera. Durante miles de años, la lluvia reaccionó con un mineral raro en la Tierra pero común en los meteoritos, la troilita (FeS). El agua disolvió lentamente el hierro, formando las cavidades de la roca.

La llegada del hombre

Los clacamas llegaron a Oregón probablemente poco después de la inundación. ¿Sabían que las rocas de níquel provienen del cielo? ¿Les intrigaba la ausencia de un cráter en el lugar del meteorito? ¿Vislumbraron la posibilidad de que una inundación lo llevara al lugar, una teoría que tardaría miles de años en ser desarrollada por la geología? En cualquier caso, el nombre que le dieron al meteorito nos recuerda que las culturas precientíficas no eran tontas. O al menos no lo eran más que las posteriores.

La historia que sigue confirma de alguna manera esta hipótesis. En 1902 un colono llamado Ellis Hughes decidió apropiarse en secreto de la roca de hierro trasladándola a sus tierras. Pero no es fácil mover 15 toneladas más de un kilómetro sin despertar sospechas, ni siquiera en Oregón. Durante los tres meses de penoso transporte nocturno, el meteorito sufrió severas mutilaciones.

Después de acabar con la mudanza de Tomanowos, Hughes construyó una cabaña alrededor del meteorito, anunció que lo había encontrado en su propiedad y comenzó a cobrar veinticinco centavos por verlo.

En otro despliegue de insensatez, un vecino demandó a Hughes alegando que la roca había aterrizado en su propiedad. Y para respaldar su reclamación mostró a los investigadores un enorme cráter en su terreno. El caso hubo de ser desestimado cuando un tercer vecino de la zona informó de una gran explosión escuchada unos días antes.

Irónicamente, el propietario legítimo del lugar del meteorito resultó ser la Compañía de Hierro de Oregón. La empresa desconocía su existencia hasta el momento, pero pronto contrató a un guardia que se sentó encima de la roca con un arma hasta que la vendió al museo de Nueva York.

Las autoridades, que ya habían decidido relocalizar a los Clacamas en una reserva, decidieron también reubicar a Tomanowos en la otra costa de los EE. UU. Hoy, los descendientes de los clacamas conservan aún el derecho a visitar al visitante que reunió al cielo, el agua y la tierra en la última parada de su billar cósmico.

Sobre el autor: Daniel Garcia-Castellanos es investigador del Instituto de Ciencias de la Tierra Jaume Almera (ICTJA – CSIC)

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Artículo original.

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