Primeros experimentos con el uranio

Experientia docet El núcleo Artículo 3 de 38

De inmediato pensé que la acción podría continuar en la oscuridad […]

Con esta frase Becquerel apuntaba a que algo extraordinario podía estar ocurriendo. Experimentos posteriores confirmaron que esto era así.

Fluorescencia de cristales de autunita, un compuesto de uranio (fosfato hidratado de uranilo y calcio), bajo luz ultravioleta. Fuente: Wikimedia Commons

Los primeros ensayos partieron de la observación original. Incluso cuando el compuesto de uranio no estaba siendo excitado por la luz solar para provocar la fosforescencia, emitía continuamente algo que podía penetrar el papel negro y otras sustancias opacas a la luz, como láminas delgadas de aluminio o cobre. Becquerel descubrió que todos los compuestos de uranio, muchos de los cuales no eran fosforescentes, y el uranio metálico mismo presentaban la misma propiedad. La magnitud del efecto en la placa fotográfica no dependía de cuál era el compuesto concreto de uranio, sino solo de la cantidad de uranio presente en él.

Becquerel también descubrió que la radiación persistente de una muestra de uranio no parecía cambiar, ni en intensidad ni en carácter, con el paso del tiempo durante días, semanas o meses. Tampoco observó un cambio en la actividad cuando la muestra de uranio o de uno de sus compuestos se exponía a la luz ultravioleta, a la infrarroja o a los rayos X. Además, la intensidad de la radiación del uranio (o «rayos Becquerel», como se la conoció) era la misma a temperatura ambiente (20 ° C), a 200 ° C y a la temperatura a la que una mezcla de oxígeno y nitrógeno [1] se licúa, aproximadamente -190 ° C.

De todo lo anterior se llegaba a una asombrosa conclusión: estos rayos parecían no verse afectados por los cambios físicos o químicos de la fuente.

Becquerel también encontró que las radiaciones del uranio producían la ionización del aire circundante. Podían descargar un cuerpo cargado positiva o negativamente, como un electroscopio. De aquí se deducía que los rayos del uranio se parecen a los rayos X en dos aspectos importantes: su poder de penetración y su poder de ionización. Ambos tipos de rayos son invisibles al ojo humano pero, curiosamente, ambos afectan a las placas fotográficas.

Con todo, los rayos X y los rayos Becquerel diferían en al menos dos aspectos importantes: en comparación con los rayos X, estos rayos recién descubiertos del uranio no necesitaban un tubo de rayos catódicos o incluso de la luz para iniciarlos y, sorprendentemente, no podían apagarse. Becquerel demostró que incluso después de un período de 3 años un trozo de uranio y muestras de compuestos de uranio continuaban emitiendo radiaciones espontáneamente.

Los años 1896 y 1897 fueron años de gran entusiasmo en las ciencias físicas, en gran medida debido al interés en los rayos X recientemente descubiertos y en los rayos catódicos (electrones). Rápidamente se hizo evidente que los rayos X podían usarse en medicina, y fueron objeto de mucha investigación. En comparación, las propiedades de los rayos Becquerel eran menos espectaculares, y se trabajó poco en ellos desde fines de mayo de 1896 hasta finales de 1897. En cualquier caso, parecía que de alguna manera los rayos Becquerel eran un caso particular de la emisión de rayos X. Incluso el propio Becquerel se ocupó en otras cosas.

Sin embargo, la espontaneidad de la radiación invisible que emitían los compuestos de uranio era algo que había que explicar.

Se plantearon dos preguntas básicas. Primero, ¿cuál es la fuente de energía que crea los rayos de uranio y que les permite penetrar sustancias opacas? Segundo, ¿alguno de los 70 o más elementos conocidos [2] tiene propiedades similares a las del uranio? La primera pregunta tardó en encontrar respuesta, aunque se investigó seriamente. La segunda pregunta fue respondida brillantemente a principios de 1898 por dos investigadores que trabajaban en París, abriendo un campo completamente nuevo en las ciencias físicas. Esos investigadores eran Pierre Curie y Maria “Marie” Salomea Skłodowska Curie.

Notas:

[1] Esta mezcla de oxígeno y nitrógeno es conocida en los ambientes como “aire”. El aire se licúa exactamente a -194,35 ºC.

[2] A finales del siglo XIX la lista de elementos conocidos era una colección cambiante de verdaderos elementos, candidatos a elementos, y confusiones con los elementos, por lo que el número de los verdaderamente conocidos en un momento dado dependía de la fuente consultada y, en no poca medida, de su nacionalidad.

Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance

1 comentario

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.Los campos obligatorios están marcados con *