Según la mitología griega fue el mismísimo dios Dionisios el que descendió del Monte Olimpo para enseñar a los hombres a fabricar vino. Según la arqueología moderna ese descenso, de haber existido, habría tenido lugar en Asia Menor (en lo que hoy es el este de Turquía) hace unos 7.000 años. Junto con el arte del vino, Dioniso donó otro regalo que pasó mucho tiempo sin ser reconocido como tal, el tártaro, que se encuentra en el fondo de, entonces, las ánforas y, hoy, las barricas de vino.
Tanto Lucrecio como Plinio el viejo estaban familiarizados con el tártaro. Lo que hoy sabemos que es tartrato ácido de potasio (formalmente hidrógeno tartrato de potasio) era descrito como de sabor agrio y que ardía con una llama de color púrpura, además de proporcionar recetas para una docena de remedios que lo contenían.
Se estudió con más detalle en la Edad Media. El alquimista persa Abū Mūsa Ŷābir ibn Hayyan al-Āzdī (conocido en Europa como Geber) fue el primero en dejar constancia por escrito, alrededor del año 800, de que el tártaro es una sal y aisló el ácido tartárico (y otra buena cantidad de compuestos orgánicos, pero esa es otra historia) aunque no con demasiada pureza. Hubo que esperar a 1769 para obtener el ácido tartárico químicamente puro, cosa que logró Carl Wilhelm Scheele (a la par que otra buena cantidad de compuestos orgánicos). El compuesto se empleaba en la fabricación de cosméticos y remedios medicinales, como la sal de la Rochelle o el tártaro emético, por lo que muchas bodegas se convirtieron de facto en fábricas de ácido tartárico.
Alrededor de 1818, Paul Kestner, un productor de tártaro de Thann (Francia) se dio cuenta de que, además de ácido tartárico se producía en sus barriles una pequeña cantidad de cristales de lo que parecía otra sustancia. Al principio pensó que podría ser ácido oxálico; sin embargo, al poco tiempo se dio cuenta de que era algo nuevo y empezó a producirlo en cantidades mayores a base de hervir disoluciones saturadas de ácido tartárico. En 1826, convencido completamente de que era algo desconocido para la ciencia, se decidió a llevar una muestra a Gay-Lussac, quien, después de repetidos experimentos, llegó a la conclusión de que su fórmula era C4H6O6, la misma del ácido tartárico. Llamó a este nuevo compuesto ácido racémico (del latín racemus, esto es, racimo de uvas).
Las diferencias químicas entre los ácidos tartárico y racémico (y entre sus sales , tartratos y racematos) eran pequeñas, pero suficientes como para tener intrigados a los químicos. Este fue uno de los casos de isomería conocidos en la época; además muchas de las sales de los dos ácidos eran isomorfas.
Un aspecto importante en lo trascendencia que llegaron a tener estos ácidos en el desarrollo de la ciencia fue su bajo coste y la facilidad de obtención en una época, principios del XIX, en la que la industria química estaba en su infancia y los productos químicamente puros eran una rareza. Además racematos y tartratos eran muy fáciles de preparar y conseguir cristales de tamaño apreciable no era nada complicado. Por lo tanto, era el sistema perfecto en el que estudiar dos conceptos nuevos pero que no se terminaban de entender, y que había indicios de que podían estar relacionados: isomería e isomorfismo.
En los años posteriores a 1830 Biot midió la actividad óptica del ácido tartárico y sus sales (dextrógiros todos ellos); el racémico y las suyas eran ópticamente inactivas. Berzelius, empeñado en encontrar una explicación al fenómeno, instó a Mitscherlich, ya una autoridad en la química cristalina, a que estudiase la simetría de tartratos y racematos.
Mitscherlich confirmó los hallazgos de Biot, el tartárico y sus sales eran todos dextrógiros y sus cristales hemiédricos; el racémico y las suyas inactivos ópticamente y sus cristales holoédricos. Había dos sales que no cumplían estas reglas generales: el tartrato de sodio y amonio y el racemato de sodio y amonio que formaban cristales idénticos pero de actividad óptica de signo opuesto. Mitscherlich estaba tan confundido por este hecho al que no era capaz de encontrar una explicación que no publicó sus resultados en más de una década. Sólo lo haría en 1844, después de que en 1841 Frédéric Hervé de la Provostaye publicase un estudio similar.
El misterio sería resuelto en 1848 por un joven y desconocido profesor de Dijon, recién doctorado, Louis Pasteur.
Referencias generales sobre historia de la cristalografía:
[1] Wikipedia (enlazada en el texto)
[3] Molčanov K. & Stilinović V. (2013). Chemical Crystallography before X-ray Diffraction., Angewandte Chemie (International ed. in English), PMID: 24065378
[4] Lalena J.N. (2006). From quartz to quasicrystals: probing nature’s geometric patterns in crystalline substances, Crystallography Reviews, 12 (2) 125-180. DOI:10.1080/08893110600838528
[5] Kubbinga H. (2012). Crystallography from Haüy to Laue: controversies on the molecular and atomistic nature of solids, Zeitschrift für Kristallographie, 227 (1) 1-26. DOI: 10.1524/zkri.2012.1459
[6] Schwarzenbach D. (2012). The success story of crystallography, Zeitschrift für Kristallographie, 227 (1) 52-62. DOI: 10.1524/zkri.2012.1453
Este texto es una revisión del publicado en Experientia docet el 30 de enero de 2014
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance