En el discurso que dio con motivo del aniversario de la Sociedad de Física de Berlín a comienzos de 1896 su presidente no se mostró demasiado ilusionado con el futuro de esta ciencia. Poco después, cuando conoció el descubrimiento que había realizado Wilhelm Röntgen, a la sazón en la Universidad de Würzburg, el 8 de noviembre del año anterior y que había publicado el 28 de diciembre, cuando su discurso ya estaba listo, mostró su entusiasmo porque este descubrimiento suponía que “los segundos cincuenta años de esta institución habían comenzado tan brillantemente como los primeros”.
Su reacción fue representativa: desde el momento en que los científicos empezaron a tener noticia del descubrimiento de los rayos X, supieron que estaban ante un tónico revitalizante de una ciencia envejecida: suponía un reto para la teoría, incitaba a realizar nuevos experimentos, creó sensación entre el público general y le daba de golpe y porrazo a los médicos una nueva herramienta diagnóstica increíblemente potente. De hecho, hubo un tiempo, hasta que los médicos dispusieron de sus propios aparatos, en el que la gente que se tragaba un alfiler o recibía una perdigonada era derivada a los laboratorios de física para localizar estos objetos.
Los rayos X se resistían a ser clasificados en las categorías existentes. No se curvaban en presencia de campos magnéticos o eléctricos, por lo que no estaban constituidos por partículas cargadas; y, desde el momento en el que no se observaba reflexión o refracción, no parecían ser radiación electromagnética estándar. Muchos físicos empezaron a hablar de una nueva física en la que los rayos X eran una forma desconocida de radiación electromagnética. Sin embargo, las peculiaridades de los rayos X hacían que no terminasen de encajar con el concepto de onda,a pesar de la teoría que al respecto había desarrollado Arnold Sommerfeld. Así, por ejemplo, un tal William Henry Bragg, profesor en ese momento en la Universidad de Leeds, llamaba la atención sobre el hecho de que los rayos X eran capaces de suministrar a un electrón casi tanta energía como la empleada en la producción de los rayos; pero claro, razonaba WH Bragg, si los rayos X fuesen una onda tendrían que propagarse desde el punto de origen, difundiendo su energía, ¿cómo era posible entonces que una pequeña sección del frente de onda portase casi toda la energía original? Todo indicaba que los rayos X eran algún tipo de partícula desconocida. Y entonces llegó 1912.
El hijo de de WH Bragg, William Lawrence, fue con sus padres a la costa de Yorkshire a pasar sus vacaciones de verano. Lawrence se acababa de graduar en física y matemáticas con excelentes calificaciones en Cambridge y estaba en su primer año como investigador bajo la dirección de J.J. Thomson. Estando allí WH recibió una carta en la que se detallaba una conferencia espectacular dada por el físico teórico Max Laue. En ésta Laue daba cuenta de una observación hecha por sus colegas Walter Friedrich y Paul Knipping (los tres del departamento de Sommerfeld en la Universidad de Munich), una observación que hizo que WH se pusiese en pie de un salto y empezase a gritar llamando a su hijo: esos alemanes decían que habían comprobado la existencia de un patrón de difracción de rayos X en un cristal de sulfuro de cinc (ZnS): ¡los rayos X eran una onda! Se acabó la discusión sobre la naturaleza de los rayos X, aparentemente.
Padre e hijo no podían estar sin hacer nada con aquella información. Así que pasaron el resto del verano en el laboratorio de Leeds haciendo experimentos de difracción con rayos X como locos. En el viaje de vuelta a Cambridge al final de sus vacaciones, Lawrence no podía dejar de darle vueltas a los resultados que habían obtenido. Y al poco de llegar la idea revolucionaria había tomado forma: los resultados de Laue y sus colegas podrían interpretarse fácilmente con sólo suponer que se producían por la reflexión de los ratos X en los distintos planos atómicos del cristal. Lawrence fue un paso lógico más allá: la difracción de rayos X podía dar información a partir de la cual podría deducirse la disposición de los átomos en el cristal.
Para explicar los patrones que habían encontrado Laue et al habían asumido que la fuente de rayos X era policromática (en concreto que contenía 6 ó 7 longitudes de onda, no más) y que la estructura del ZnS consistía en una disposición tridimensional de pequeños cubos con los átomos de zinc y azufre ocupando vértices alternos.
Pero Lawrence examinó con detalle las fotografías de rayos X y se dio cuenta de que algunos puntos de difracción eran elípticos y que tenían diferentes intensidades. En un artículo leído por su supervisor, Thomson, ante la Sociedad Filosófica de Cambridge el 11 de noviembre de 1912, Lawrence hacía dos importantes propuestas para justificar estos hechos. Propuestas de un jovenzuelo de 22 años cuyas consecuencias están hoy en todos los libros de texto que traten la estructura de la materia y que le valdrían un Nobel con 25.
En primer lugar sugirió que los resultados de Laue et al eran la consecuencia de la reflexión de un continuo de longitudes de onda por los planos atómicos dentro del cristal. La cuantificación de esta idea le llevó a lo que hoy conocemos como ley de Bragg, a saber, nλ = 2d sen θ, donde θ es el ángulo de incidencia de los rayos X de longitud de onda λ, d es la separación de los planos reflectantes y n es un número entero. En segundo propuso que el patrón de difracción del ZnS era característico de átomos no sólo colocados en los vértices de una disposición tridimensional de cubos, sino también en las caras de dichos cubos: una red centrada en las caras.
Aquella conferencia fue el inicio de una reacción en cadena que llega hasta nuestros días. Y es que entre la audiencia estaba CTR Wilson. Pero de esto hablaremos en la próxima entrega.
No podemos terminar esta, sin embargo, sin nombrar a dos investigadores habitualmente olvidados en la historia de la difracción de rayos X que llegaron independientemente a resultados equivalentes a los de W Lawrence Bragg. Por una parte el teórico GV Wulf , de la Universidad de Moscú, derivó la ley de Bragg y la publicó en 1913.; y por otra Torahiko Tareda, de la Universidad de Tokyo, que como consecuencia de sus estudios con varios minerales, llegó a la conclusión de que los puntos de difracción obtenidos se correspondían a la reflexión de los rayos X en los distintos planos reticulares, algo antes que Bragg (su manuscrito, enviado antes desde Japón, alcanzó la redacción de Nature después de la conferencia de Thomson).
Referencias generales sobre historia de la cristalografía:
[1] Wikipedia (enlazada en el texto)
[3] Molčanov K. & Stilinović V. (2013). Chemical Crystallography before X-ray Diffraction., Angewandte Chemie (International ed. in English), PMID: 24065378
[4] Lalena J.N. (2006). From quartz to quasicrystals: probing nature’s geometric patterns in crystalline substances, Crystallography Reviews, 12 (2) 125-180. DOI:10.1080/08893110600838528
[5] Kubbinga H. (2012). Crystallography from Haüy to Laue: controversies on the molecular and atomistic nature of solids, Zeitschrift für Kristallographie, 227 (1) 1-26. DOI: 10.1524/zkri.2012.1459
[6] Schwarzenbach D. (2012). The success story of crystallography, Zeitschrift für Kristallographie, 227 (1) 52-62. DOI: 10.1524/zkri.2012.1453
Este texto es una revisión del publicado en Experientia docet el 13 de febrero de 2014
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
La clasificación actual de los minerales – Cuaderno de Cultura Científica
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