El hígado y la vesícula biliar

Animalia Sistemas digestivos Artículo 10 de 15

Además de las secreciones pancreáticas, el intestino delgado también recibe secreciones procedentes del sistema biliar, que está formado por el hígado y la vesícula biliar. Nos referimos, en concreto, a la bilis y, en particular, a las sales biliares. Es este el principal asunto que trataremos en esta anotación.

Higado y vesícula biliar humanos. Imagen: cancer.org

Pero eso será algo más adelante, porque al hígado corresponden funciones adicionales de gran relevancia que queremos consignar aquí para dejar constancia de ellas. Para empezar, es el órgano que gobierna el metabolismo del conjunto del organismo; podría decirse que es el órgano metabólico maestro, su director. Se ocupa del procesamiento metabólico de proteínas, carbohidratos y lípidos, tras su absorción en el intestino, incluyendo también la gluconeogénesis (síntesis metabólica de glucosa a partir de precursores no glucídicos). Y almacena glucógeno y grasas, a la vez que otras sustancias de menor relevancia cuantitativa, como hierro, cobre y varias vitaminas.

El hígado también se ocupa de degradar productos residuales y hormonas, además de eliminar agentes tóxicos y sustancias, procedentes del exterior, sin utilidad biológica o potencialmente peligrosas (fármacos, por ejemplo). También sintetiza proteínas y lipoproteínas plasmáticas, entre las que se encuentran las que participan en la coagulación de la sangre y las que transportan fosfolípidos, colesterol y hormonas esteroideas y tiroideas.

A las tareas anteriores, hay que añadir que activa la vitamina D (tarea compartida con el riñón); elimina, mediante el concurso de sus macrófagos (células de Kupffer), bacterias y glóbulos rojos que ya han finalizado su vida útil; secreta las hormonas trombopoietina (estimula la producción de plaquetas), hepcidina (regula el metabolismo del hierro en mamíferos), IGF 1 o factor de crecimiento insulínico 1 (estimula el crecimiento); excreta el colesterol y la biliverdina y bilirrubina, que son productos derivados de la degradación de la hemoglobina; y en algunas especies de mamíferos (no en primates y conejillos de India) y de aves sintetiza ácido ascórbico (vitamina C).

Es de destacar que con la excepción de las células de Kupffer, todas las funciones aquí consignadas son realizadas por un mismo tipo celular, el hepatocito. Por lo tanto, no hay diferenciación de funciones con arreglo a tipos celulares (puesto que solo hay los dos citados), sino en virtud de los orgánulos en que se desarrolla cada una de ellas. En ellos radica la función y esta se diferencia de unos orgánulos a otros.

El hígado es un órgano muy irrigado, y el flujo sanguíneo en su interior está organizado de tal modo que cada hepatocito está en contacto con sangre venosa proveniente del tubo digestivo y sangre arterial procedente de la aorta. Los capilares procedentes del intestino se van agrupando hasta confluir en la vena porta hepática que penetra en el hígado donde se vuelve a ramificar en múltiples capilares, formando una red de (los denominados) sinusoides hepáticos. Esos sinusoides son los que permiten que la sangre procedente directamente del estómago e intestino delgado difunda a todas las células del hígado para que provean a estos de las sustancias absorbidas. La sangre sale del órgano con los productos elaborados o expulsados para su eliminación (como la urea, por ejemplo) y lo hace a través de la vena hepática, en la que confluyen los capilares que lo drenan. Además de la sangre procedente del digestivo, al hígado también le llega sangre arterial con oxígeno y otras sustancias procedentes del conjunto del organismo para su procesamiento en los hepatocitos.

El hígado se organiza en lóbulos, disposiciones hexagonales de tejido en torno a una vena central. A lo largo de los vértices exteriores de los lóbulos discurren una rama de la vena porta hepática, otra de la arteria hepática y un ducto biliar. De la vena y arteria citadas salen amplios sinusoides que se dirigen hacia la vena central. Las células de Kupffer tapizan los sinusoides, atrapan a cuantas bacterias y eritrocitos fuera de servicio se encuentran, y los eliminan. Los hepatocitos se disponen en placas de dos células cada una, de manera que todas se encuentran en contacto con los vasos sanguíneos, como hemos dicho antes. Las venas centrales de cada lóbulo convergen en la vena hepática que es la que sale del hígado y se une a la vena cava inferior.

El canalículo de la bilis discurre entre las dos células de cada placa, recibiendo secreción biliar de todas ellas. Los canalículos se dirigen hacia el exterior del lóbulo y transportan así la bilis hasta los ductos que se encuentran en los vértices de los hexágonos (lóbulos hepáticos); los ductos de cada lóbulo acaban agrupándose en el ducto hepático común, que es el que lleva la bilis al duodeno.

El hígado produce bilis de forma permanente, pero el acceso de la bilis al duodeno se encuentra controlado por el esfínter de Oddi, que solo permite su paso cuando hay quimo en el duodeno y puede, por lo tanto, ser utilizado. Cuando el esfínter se encuentra cerrado las sales biliares se acumulan en la vesícula biliar, que hace las veces de depósito. Con cada comida la bilis entra en el duodeno debido al vaciado de la vesícula y al aumento en la producción a cargo del hígado. Los seres humanos producimos entre 250 ml y 1 l de bilis cada día. El mensajero que desencadena la contracción de la vesícula y la relajación del esfínter de Oddi es la hormona CCK (la colecistoquinina que vimos en El páncreas) y que se libera por efecto de la presencia de grasa en el duodeno.

Imagen: Wikimedia Commons

La bilis contiene colesterol, lecitina, sales biliares, y bilirrubina y biliverdina, y estas sustancias se encuentran en una solución ligeramente básica, similar a la producida por las células de los ductos del páncreas. Las sales biliares son derivados del colesterol y participan en la digestión y absorción de las grasas debido a su acción detergente y a la formación de micelas. Tras su intervención la digestión de lípidos, son reabsorbidas mediante transporte activo en el íleon, la zona terminal del intestino delgado. De allí, a través del sistema porta, vuelven al hígado. Se calcula que en promedio, en cada comida unas mismas sales circulan dos veces por el duodeno e intestino delgado, y que cada día se pierden con las heces un 5% de las sales biliares. Su pérdida es repuesta por los hepatocitos de manera que el total se mantiene constante.

Emulsificación de los lípidos por las sales biliares. Imagen: Wikimedia Commons

Las sales biliares intervienen en la digestión de las grasas favoreciendo su emulsificación. Convierten gotas grandes de lípidos en gotas de muy pequeño tamaño suspendidas en el quimo acuoso. De esa forma aumenta muchísimo la relación superficie/volumen y exponiendo una mayor superficie micelar a la acción de la lipasa pancreática, de manera que esta puede atacar las moléculas de triglicéridos. Sin la formación de emulsiones, la mayor parte de esos triglicéridos quedarían en el interior de las gotas grandes lejos del alcance enzimático.

Las sales biliares actúan como los jabones. Ambos son anfipáticos: contienen una porción hidrofóbica (un esteroide derivado del colesterol) y otra hidrofílica con carga negativa (una taurina o glicina) . Las sales se adsorben a la superficie de una gota de grasa, con una orientación acorde a su naturaleza; esto es, la porción liposoluble interactúa con la superficie de la gota lipídica, mientras que la porción cargada queda orientada hacia el exterior y disuelta en agua. Los movimientos intestinales ayudan a fragmentar esas gotas lipídicas y hacer que sean cada vez más pequeñas. En ausencia de sales biliares (detergente), las pequeñas gotas tenderían a caolescer, volviéndose a formar grandes gotas. Pero eso no ocurre porque las cargas negativas solubles en agua lo impiden; forman una especie de capa de cargas negativas que se repelen unas a otras, de manera que no llegan a entrar en contacto. Las gotas lipídicas pequeñas tienen un diámetro que varía entre 200 y 5000 nm.

Para la digestión de las grasas es esencial el concurso de la lipasa procedente del páncreas. La acción de esta enzima es efectiva porque el páncreas secreta la coenzima colipasa, también un péptido alifático, que ocupa el lugar de algunas sales biliares en la superficie de las gotas lipídicas y desde esa posición se une a la lipasa de manera que esta pueda hacer su trabajo. La enzima queda así enganchada a la superficie de las gotas, rodeada de sales biliares, pero de tal forma que puede actuar directamente sobre las moléculas lipídicas.

La absorción de lípidos en el intestino se produce gracias a la formación de micelas. Las micelas son estructuras de entre 3 y 10 nm de diámetro en las que intervienen, además de las sales biliares, el fosfolípido lecitina y el colesterol. La lecitina, como las sales biliares, es anfipática, de manera que se asocia con las sales formando agrupaciones cuya porción hidrofóbica se dispone en el interior, junto al colesterol, y la porción hidrofílica en el exterior. De esa forma, moléculas hidrofóbicas que resultan de la digestión de los lípidos (monoglicéridos, ácidos grasos libres y vitaminas liposolubles) son transportados en emulsión acuosa, gracias a la cubierta hidrofílica, hasta los enclaves del epitelio intestinal donde son absorbidos.

Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU

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