La arqueología nos dice que las primeras ciudades aparecieron en el Oriente Próximo quizás hace diez mil años en lo que se conoce como la media luna fértil. Jericó, cerca del Mar Muerto, y Catal Hüyük, en el este de la península de Anatolia, eran pequeñas comunidades amuralladas con calles ordenadas, cuya economía dependía de la agricultura. Este tipo de poblados neolíticos aseguraron mucha más estabilidad para sus habitantes que la forma de vida anterior de caza y recolección.
Lentamente, a base de trabajo y con un clima propicio, los excedentes agrícolas llevaron a un aumento de la población y a un nivel de vida más alto. El excedente significaba riqueza, parte de la cual quedaba disponible para el comercio. El excedente agrícola y el comercio dieron lugar a un sistema de clases naciente: agricultores y comerciantes, trabajadores y terratenientes. A medida que unos pocos adquirían más derechos con menos trabajo y sufrimiento, se dedicaron a actividades intelectuales: surgió una clase de sacerdotes que asociaron el éxito de la comunidad con una deidad potrectora.
Como mediadores de los humanos ante los dioses, la clase sacerdotal alcanzó un poder sin precedentes. Este hecho, y la necesidad de un sistema organizado para asegurar que los campos recibiesen agua de forma sistemática, derivó en la creación de otra clase: la administración. El deseo de registrar las leyes y los reinados de los reyes, así como datos administrativos y comerciales más mundanos, condujo a una forma primitiva de escritura, la cuneiforme, utilizada fundamentalmente para llevar registros y, con el tiempo, para la creación de epopeyas heroicas como la Epopeya de Gilgamesh.
A finales del cuarto milenio a.e.c., las poblaciones de los valles de los ríos Tigris y Éufrates había desarrollado la primera civilización.
La palabra civilización deriva de la raíz latina de la palabra civis: «ciudadano». Un ciudadano es alguien que reside en un área urbana; por lo tanto, “civilización” generalmente se refiere a un nivel de sociedad que incluye ciudades. Las ciudades son el producto de una vida estable y sedentaria, que a su vez se basa en la agricultura y la ganadería y el consiguiente comercio.
De hecho, la primera sociedad sofisticada basada en ciudades, excedentes de riqueza y el comercio, Sumeria, en la tierra de Mesopotamia, suele considerarse la primera civilización de la historia mundial. Las dispersas ciudades-estado de Sumeria durante el cuarto y tercer milenio a.e.c. fueron los primeros de una gran cantidad de logros de los colectivos humanos.
Ciudades como Ur, Eridu, Kish, Lagash y Nippur tenían decenas de miles de personas en su apogeo. Eran metrópolis bulliciosas rodeadas por gruesos muros y murallas; los «Siete Sabios» establecieron los cimientos de los muros de Uruk, según la Epopeya de Gilgamesh.
Existía un comercio considerable, oficios y especialización del trabajo y una estructura social de múltiples niveles. El gobierno y la administración estaban tan organizados como la economía; los sacerdotes servían como conductos para las instrucciones divinas de las deidades protectoras; los escribas registraban las decisiones de dioses y personas. La escritura, creada para contabilizar el excedente de riqueza y el comercio, se convertiría en una expresión de las esperanzas, las angustias y las aspiraciones humanas.
Una vez que los humanos consiguieron la capacidad de garantizar un excedente de alimentos año tras año, y con él un mayor control sobre su vida y asegurar la supervivencia, se encontraron con el tiempo suficiente para especular sobre la existencia humana y los misterios de la naturaleza.
Obras como la Epopeya de Gilgamesh revelan la creciente conciencia de que los humanos son algo distinto al resto de la naturaleza*, así como una sensación emergente de confianza en que los humanos podían explicar los fenómenos naturales. La literatura sumeria no solo conceptualiza las fuerzas de la naturaleza con un panteón establecido e identificable de dioses y diosas, sino que también eleva la estatura de los humanos a un estado semidivino; de ahí que Gilgamesh fuera dos tercios divino y un tercio humano, aunque completamente mortal en lo que respecta a la muerte. Los propios dioses tenían rasgos humanos, lo que demuestra que los sumerios tenían la suficiente confianza en ellos mismos como para llevar la naturaleza y lo divino a un nivel humano (ya que lo contrario era imposible).
En vez de ser los humanos una parte pequeña e insignificante del cosmos, las preocupaciones humanas daban significado al cosmos. Gilgamesh, quien viajó hasta los confines de la Tierra en busca del secreto de la vida eterna y unirse a los dioses, fracasó pero ganó sabiduría con el fracaso. Se dio cuenta de que si no podía ser como los dioses, entonces debería ser gloriosamente humano y construir grandes ciudades y lograr grandes cosas… e incluso desdeñar a los dioses si era necesario.
Nota:
*No lo son. El creer que sí lo son es una idea religiosa, no científica.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
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