Paracelso, el antisistema (y 4)

Experientia docet Alquimia Artículo 18 de 26

Las clases que comenzó a impartir Paracelso en la Universidad de Basilea supusieron una ruptura completa con la tradición. De entrada las daba en alemán, en vez de en latín (algo en común con Lutero, que fue la primera persona que se atrevió a publicar la Biblia en un idioma, el alemán, que no fuera el latín), y contenían muchas más información práctica que teórica.

No solo despreciaba en ellas las obras de Galeno y Avicena verbalmente; su falta de aprecio adquiría tintes dramáticos, como cuando el día de san Juan de 1527 unos estudiantes necesitaban combustible para la hoguera y Paracelso no dudó en arrojar a ella una copia del Canon de Avicena, expresando su esperanza de que el autor se encontrase en las mismas circunstancias. Y de nuevo encontramos otra similitud con Lutero: cuando éste recibió la amenaza de excomunión por una bula papal, quemó públicamente la bula.

Paracelso

Las curas de Paracelso ganaban rápidamente fama, como también crecía el número e importancia de sus pacientes. Ello conllevó que el número de sus enemigos creciese exponencialmente. Entre esto estaban los médicos que afirmaban que no tenía título de medicina alguno y, por lo tanto, no estaba cualificado y los farmacéuticos, que veían cómo disminuían sus ingresos habida cuenta que Paracelso fabricaba sus propios tratamientos. Por ello, cuando su protector Froben murió dos años después de que lo curase Paracelso (no se sabe si por la misma causa), sus enemigos empezaron a sentirse poderosos.

La crisis estalló cuando el canónigo Cornelius von Lichtentels prometió a Paracelso la cantidad exorbitante de dinero que éste le exigía como pago por aliviar el agudísimo dolor abdominal que sentía; promesa que olvidó cuando unas cuantas píldoras de opio de Paracelso lo eliminaron. Paracelso lo llevó a los tribunales y los tribunales dieron la razón al canónigo. Paracelso, de todo menos prudente, dejó constancia allí mismo de su opinión de los tribunales en general, de los miembros de ellos en particular, y tuvo algo de tiempo para acordarse de familia y amigos. Los pocos que aún conservaba convencieron a Paracelso de que era el momento ideal para dejar Basilea a toda prisa.

Expulsado de Basilea, adoptó su sobrenombre, Paracelso, en 1529, y retomó su vida errática y vagabunda. Sus correrías por Europa acabaron en 1541 cuando Ernst, arzobispo de Salzburgo, le invitó a establecerse en la ciudad bajo su protección. Unos meses después, en septiembre de ese mismo año, Paracelso moría a los 47 años, sin que se sepa muy bien de qué. Hay quien dice que murió arrojado desde lo alto de un edificio por sus enemigos; otros que murió de una intoxicación etílica descomunal; y otros que murió plácidamente en el albergue para indigentes en el que vivía. Esta última versión, aunque sea la que cuadre menos con la vida que llevó, parece la más verosímil.

Aunque hubo otras autoridades químicas contemporáneas que afirmaban, como Paracelso, que era necesario combinar el conocimiento químico práctico con la investigación teórica, y que ésta debería ser pragmática, ninguna de ellas quiso que se asociara su nombre con el de Paracelso, dada su rebeldía y a los excesos que proponía y, sobre todo, llevaban a cabo sus discípulos.

Entre estos excesos se encontraban algunos tratamientos, digamos, radicales. Así, tratar la epilepsia con sulfuro de mercurio; sulfato de zinc para la miopía; sulfuro de plomo para las enfermedades del bazo; sulfuro de hierro para tratar la diabetes; y el óxido de mercurio para tratar cualquier mal inespecífico, todo ello cuando los síntomas del envenenamiento por mercurio (dientes sueltos, parálisis, desórdenes nerviosos y muerte) eran conocidos en la época.

Esas otras autoridades químicas tomaron un camino diferente. Se dedicaron a componer libros, una actividad que tenía sentido intelectual y económico desde el momento en que en 1455 se empieza a popularizar la imprenta de tipos móviles. Como consecuencia el conocimiento químico comienza a poder estandarizarse, dejaba de estar sujeto a los errores de los copistas y se ponía a disposición de muchas más personas a un coste mucho menor.

Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance

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