Evolución del asesinato

La biología estupenda Preparados para matar Artículo 4 de 10

Fue David Buss el que, en 2005, afirmó que los humanos han desarrollado, en el proceso de la evolución, poderosas adaptaciones psicológicas que les llevan al crimen como un medio para resolver los problemas específicos que se presentan en la lucha evolutiva por la supervivencia y la reproducción. Es una buena hipótesis para comenzar este capítulo. Por tanto, es la selección natural la que ha reunido una serie de mecanismos psicológicos para el homicidio que llevan a resolver problemas adaptativos concretos.

También conocemos alternativas al asesinato que significan una victoria en la lucha pero no son letales para el perdedor. Seguramente ha existido una competencia o, mejor, una selección simultánea, entre el asesinato y esas otras conductas que no incluyen la muerte de una persona. Sin embargo, Duntley y Buss afirman que no sabemos cuales son los factores que llevan al asesinato y, por tanto, tampoco los que llevan a otras conductas que lo evitan, como pueden ser el altruismo, la empatía o las relaciones de pareja y de grupo.

José María Jarabo: Por el honor de mi dama

Se llamaba José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez-Morris y, cuando ocurrieron los hechos que aquí narramos, era sobrino del Presidente del Tribunal Supremo, José María Ruiz Jarabo que, años más tarde, sería nombrado Ministro de Justicia. Hay quien asegura que nuestro protagonista fue el inventor de la muchas veces utilizada frase “¡No sabe usted con quien está hablando!”, y que la pronunció al ser detenido. Asesinó a cuatro personas, entre el 19 y el 21 de julio de 1958, en las calles Lope de Rueda y Alcalde Sáinz de Baranda de Madrid, casi haciendo esquina. El 22 de julio se descubrieron los crímenes, y ese mismo día fue detenido. Convicto y confeso, fue juzgado el 29 de enero de 1959 y ejecutado el 4 de junio del mismo año. Fue el último ejecutado a garrote vil.

Eran los asesinatos de un “niño bien”, con una vida azarosa, pues ya había pasado por la cárcel en Estados Unidos; y fueron también los crímenes de un machista, de un mujeriego, de un caprichoso, en fin, de un asesino “porque yo me lo merezco”.

De 35 años, Jarabo procedía de una buena familia, antiguo alumno de El Pilar, vivero de ministros, residía en el chalet de su familia en la calle Arturo Soria y llevaba ocho años, desde que volvió de América, entre juergas y drogas, mujeres y alcohol, sobre todo alcohol. Estaba arruinado y, aunque su madre, desde Puerto Rico, le enviaba dinero, no le llegaba para todos sus gastos y sus crecientes deudas.

Nacido en Madrid el 28 de abril de 1928, educado en buenos colegios en España y Estados Unidos, regresó a España en 1950 mientras su familia permanecía en Puerto Rico. En un año gastó los 15 millones de pesetas que traía. En 1958, año de los hechos, sólo tenía deudas e, incluso, había hipotecado el chalet de Arturo Soria. Hijo mimado de una familia respetable y muy conocida en Puerto Rico, ya desde joven el alcohol, las drogas y las mujeres le lanzaron a la delincuencia. Se casó al acabar sus estudios con una respetable señorita, con la que tuvo un hijo, y que se divorció cuando Jarabo fue expulsado a España.

A los veinte años fue detenido en Nueva York y condenado por trata de blancas a nueve años de cárcel en el penal de St. Louis, en Missouri; cumplió dos y en 1950 fue deportado a España, a donde llegó con los 15 millones que le dio su familia para instalarse. Pero de nuevo su vida de juergas y drogas le arruinaron, a pesar de recibir periódicamente dinero de su madre y de una de sus tías desde Puerto Rico. En Madrid, compraba y vendía coches, hipotecó el chalet de Arturo Soria e, incluso, vendió una patente para fabricar lámparas de neón que era propiedad de su padre. La leyenda cuenta que se llevaba a las mujeres de calle por su enorme verga y su insaciable afán sexual. Rumboso, simpático, seductor y dominante, las mujeres eran para Jarabo una droga y pasaba, sin problemas, de asuntos de amor profundo y romántico a amigas de una sola noche o a prostitutas.

Su historial delictivo en España, tras su regreso en 1950, es el de un delincuente violento y peligroso. Llega a primeros de mayo de 1950 y el 23 de ese mes ya tiene una denuncia por golpear a una mujer. En 1951, en enero y marzo, otras dos denuncias por la misma causa; en junio del 54, chantaje; en el 55, hurto y daños; en agosto del 55, estafa; en junio del 56, de nuevo estafa; en marzo del 57, allanamiento de morada; y así llegamos a 1958, año de los sucesos que aquí narramos. Además, era conocida su costumbre, parece que traída de los peligrosos ambientes en que se había movido en Estados Unidos, de llevar siempre una pistola cargada en el bolsillo. Era una Browning FN calibre 7.65, de fabricación belga. Es el arma que usó en los asesinatos.

Una de sus amantes era la inglesa Beryl Martin Jones, casada, que había prestado a Jarabo un anillo de diamantes, regalo de su marido, para que cubriera sus deudas. Ahora lo reclamaba pues su matrimonio peligraba si no conseguía mostrárselo a su marido. Nada menos que el argumento de “Los tres mosqueteros”, un siglo después y, desde luego, Jarabo no es el caballeroso D’Artagnan. Pero sí es, como él mismo afirma, “un caballero español”, y hará todo lo que sea necesario para salvar el honor de su dama. Aunque, quizá, los motivos no fueron tan caballerosos: él mismo declaró en los interrogatorios tras su detención que necesitaba dinero pues planeaba instalarse en Palma de Mallorca como psiquiatra y ya había adquirida en aquella ciudad un chalet a nombre de Jaime Martín Valmaseda. Sin embargo, también en esos interrogatorios, declaró que no quería matar a nadie pero “no tuvo más remedio”.

Beryl Martin Jones estaba casada con un francés y vivía en Lyon. Viajó a Madrid en el verano de 1957, como turista, para meditar sobre un matrimonio que no marchaba demasiado bien. Conoció a Jarabo en las noches de la capital y comenzó el idilio. Pero el dinero se terminó, comenzaron los problemas para la pareja, y llegó el empeño del anillo que tantas desgracias traería. Beryl enfermó y vino el marido y la convenció de volver a casa. Jarabo y Beryl no volverían a verse. Más adelante, declararía a la policía que Beryl era “la única mujer a la que había logrado amar”.

En su momento, había empeñado el anillo en la Casa Jusfer, sita en la calle Alcalde Sáinz de Baranda. Obtuvo 4000 pesetas, pero tuvo que dejar también una nota de Beryl que, como propietaria del anillo, daba permiso a Jarabo para empeñarlo. Una carta, es obvio, muy comprometedora.

Jarabo mató a Emilio Fernández Díaz, a su esposa María de los Desamparados Alonso Bravo, a la criada Paulina Ramos, y al socio de Emilio en el negocio de compraventa de oro y joyas que dirigían, Félix López Robledo. A las 10 de la noche del sábado 19 de julio de 1958, sin dinero y obligado a recuperar el anillo de diamantes de Beryl, Jarabo se dirigió al domicilio de Emilio Fernández, en la calle Lope de Rueda, sin esperar al lunes para acudir a la tienda de compraventa. Abre el ascensor con los codos, aprieta el botón del piso con la uña y pulsa el timbre de la vivienda con el dedo doblado. Le abre la criada, Paulina Ramos, que le indica que el dueño no está y le acompaña al salón para que le espere. Pero la sigue a la cocina y la golpea con una plancha; ya muerta, la apuñala con el mismo cuchillo con el que estaba pelando unas judías. Lleva el cadáver a su cuarto y lo deja sobre la cama.

Llega Emilio Fernández y se dirige al baño. Allí, Jarabo le dispara un tiro en la nuca y el muerto queda entre el bidé y la taza del wáter. Mientras registra la casa, se relaja bebiendo el chinchón del mueble bar. Poco después entra en el piso Amparo, la mujer de Emilio, y Jarabo la persigue hasta el dormitorio donde también le dispara un tiro en la nuca. Estaba embarazada lo que, al descubrirse el crimen, causaría una gran conmoción en la opinión pública. Después de matar a la mujer, se termina la botella de chinchón.

Jarabo registra la vivienda y no encuentra ni el anillo ni la carta de Beryl. Se cambió de camisa, manipuló los cadáveres para que pareciese un crimen sexual, y durmió en la casa puesto que eran ya las doce de la noche y supuso que el portal ya estaría cerrado. Al día siguiente, domingo, va al cine y descansa en la pensión en la que vive. Espera al lunes para buscar al socio de Emilio Fernández, Félix López, en un último y desesperado intento de recuperar el anillo y la carta. Jarabo espera a Félix López en la entrada de Casa Jusfer, en la calle Sáinz de Baranda. Cuando llega, entra en la tienda con él y, sin más, le dispara dos tiros en la nuca. Registra la tienda y siguen sin aparecer el anillo y la carta. Un desastre: cuatro muertos y Jarabo está como al principio.

Unas horas después, todavía durante la mañana, lleva el traje ensangrentado a una tintorería de la calle Orense. Y pasa toda la noche de juerga, acompañado de dos mujeres y va en taxi de un local a otro hasta la madrugada. El martes 22, por la mañana, va a la tintorería a recoger el traje y es detenido por la policía. Se han descubierto los asesinatos y el dueño de la tintorería, que ha leído la noticia en los periódicos, recuerda el traje lleno de sangre y avisa a la policía. El grupo de homicidios estaba dirigido por el inspector Sebastián Fernández Rivas, y en la tintorería le detuvo el inspector Viqueira.

En los interrogatorios, Jarabo hace gala de su fama de generosidad e hidalguía y pide que le lleven, desde el restaurante Lhardy, comida para todos y una botella de coñac francés. Declaró que sentía la muerte de las mujeres pero no la de los prestamistas. Consiguió que le dieran una dosis de morfina y, ya agotado, pidió que le dejaran dormir.

El 29 de enero de 1959 se inició el juicio con la asistencia de numeroso y distinguido público: artistas como Zori o Sara Montiel, algún torero, un numeroso grupo de esposas de jerarcas del régimen, muchos periodistas,…

El juicio duró cinco días y Jarabo, elegante y puntilloso, estrenó traje cada uno de ellos. Su abogado defensor, Antonio Ferrer Sama, alegó que su defendido era un psicópata y, por tanto, irresponsable. El tribunal escuchó a cinco médicos, y tres ellos determinaron que Jarabao sabía lo que hacía. Uno de los fiscales porclamó aquello de que “la mejor medicina para los psicópatas es el cadalso”. Fue condenado a cuatro penas de muerte, a pesar de influencias como la de su tío, el Presidente del Tribunal Supremo. Franco dio su visto bueno a la condena y la ejecución se fijó para el 4 de julio de 1959.

La noche antes de la ejecución, Jarabo la pasó fumando y bebiendo whisky. Acudió al patíbulo vestido de punta en blanco y oliendo a colonia cara, como era su estilo, pero su muerte fue terrible pues el verdugo no acertó a partirle el cuello con el garrote y tardó veinte minutos en morir.

La noche de víspera de la ejecución, el inspector Fernández Rivas, jefe del grupo de homicidios que le había capturado, le visitó en la cárcel y le regaló una caja de puros, marca “Romeo y Julieta”, de parte de Eugenio Suárez, director de El Caso, pues, a causa de sus crímenes, la tirada del periódico pasó de 13000 a 480000 ejemplares y supuso su definitivo despegue y, además, el nacimiento de un mito de la prensa española.

Y los líos siguieron incluso en su entierro. Ante el rumor de que no había sido ejecutado por sus influencias, el comisario que escoltaba el féretro hasta el cementerio obligó al conductor del coche fúnebre, pistola en mano, a abrir la caja para que quien quisiera viera el cadáver.

En la mayor parte de su historia evolutiva, nuestra especie ha vivido en pequeños grupos. En ellos, el anonimato no existe, todos se conocen y repetidamente interaccionan unos con otros. En este entorno se construye con rapidez una jerarquía social y el estatus, el cómo te consideran los demás miembros del grupo, es muy importante, sobre todo para los hombres. Cuando pierden el respeto y la confianza de los otros miembros del grupo, el mensaje es evidente y dice que el perdedor es débil. Este mensaje pone en peligro el conseguir recursos y una pareja, es decir, peligran la supervivencia y la reproducción.

La violencia puede ser una respuesta apropiada para defender el estatus en el grupo e, incluso, mejorarlo y conseguir una mayor supervivencia y más exitosa reproducción. Todavía en la actualidad y, se supone, en una sociedad y en una cultura diferentes, respecto a la violencia seguimos manejando los mismos mecanismos psicológicos de defensa del estatus. Incluso hay casos en que estos ataques al estatus, triviales hoy en día, pueden activar los mecanismos psicológicos que he mencionado y terminar en trifulcas y homicidios. Solo hay que recordar como puede terminar una banal discusión de tráfico.

William Burke & William Hare: El ascenso de la Anatomía

Aunque los asesinos, en el Edimburgo de los años 20 del siglo XIX, fueron Burke y Hare, y por sus crímenes fueron condenados, esta historia debería comenzar con Robert Knox, profesor de Anatomía. Nació en 1791, hijo de un profesor de matemáticas y se graduó en Medicina en 1814. Vivió un año en Londres, completando su formación en el Hospital de San Bartolomé, y se alistó en el ejército. Estuvo en Bruselas, después de Waterloo, y fue destinado a Ciudad del Cabo donde vivió varios años. Permaneció en el ejército hasta 1832, aunque desde 1820, y tras solicitar un permiso prolongado, continuó la carrera médica por su cuenta. Vivió en París, donde conoció al Barón Larrey, Inspector General Médico en el régimen napoleónico y, por su mediación, a los gigantes de la Anatomía Comparada, Etienne Geoffroy Saint-Hilaire y el Barón Cuvier.

Regresó a Edimburgo en 1826 y fue nombrado Conservador del recién inaugurado Museo de Anatomía Comparada. Además, y para ganarse el sustento con holgura, fundó una escuela privada de anatomía. En aquella época era costumbre, y muy necesaria, que los médicos, una vez licenciados, continuaran su preparación en Anatomía con clases privadas, pues los estudios oficiales no eran lo suficientemente completos. De ello la proliferación de escuelas privadas de esta disciplina médica.

Knox tuvo un éxito arrollador con su escuela y, en 1828, era la que más alumnos atendía de toda Gran Bretaña. Entre sus alumnos quizá estuvo un joven y desganado Charles Darwin que, por aquellos años, hacía un fútil intento de estudiar Medicina en Edimburgo, obligado por su padre que, como todos los padres, quería hacer de su hijo un hombre de provecho. Lo sería, aunque con un futuro totalmente inesperado. Volvamos al profesor Knox puesto que, entonces, estalla el asunto Burke & Hare.

En noviembre de 1828, la policía descubre el cadáver de una tal Mrs. Docherty en el sótano de la vivienda de Robert Knox que es, a la vez, la sala de disección de la Escuela de Anatomía. No es raro encontrar un cadáver en un sitio con ese uso, pero la policía sospecha que Mrs. Docherty no ha llegado hasta allí con todos los permisos necesarios. Por cierto y antes de seguir, el profesor Knox acostumbraba, con una técnica genuinamente escocesa, a conservar los cadáveres en whisky antes de proceder a su disección.

Knox, como muchos otros profesores de Anatomía, incluso en la actualidad, tenía muchas dificultades para conseguir cadáveres suficientes para que practicaran sus numerosos alumnos y, también, para sus propias investigaciones. Cuando alguien le entregaba un cadáver, no era muy escrupuloso y no solía preguntar por su origen. Pagaba lo acostumbrado y asunto resuelto. Y aquí intervienen los llamados “resurreccionistas”, que son aquellos que “resucitaban” a los muertos recién enterrados en el cementerio. Cualquiera puede recordar en este momento la escena inicial de la película El Doctor Frankenstein, de James Whale (1931); allí se ve a los “resurreccionistas” en plena acción.

Para solucionar su escasez de cadáveres, Knox pagaba unas siete libras por cadáver a personajes no muy recomendables, entre ellos los que serían, en poco tiempo, los famosos William Burke y William Hare, conocidos “resurreccionistas” de Edimburgo y cementerios de los alrededores. Pero la demanda de Knox era mucha y los cadáveres pocos, lo que obligó a Burke y Hare a desarrollar un método más drástico, incluso más limpio, pues no había ni que desenterrar al muerto, para conseguir cadáveres frescos: simplemente, asesinaban a todo aquel que se ponía a su alcance. Así, Mrs. Docherty formaba parte del grupo de entre 16 y 28 cadáveres que, por lo que sabemos, asesinaron Burke y Hare, según propia confesión. Los asesinos mataban a sus víctimas sofocándolas con emplastos que apretaban contra su rostro hasta que se asfixiaban. Hoy en día, en inglés, to burke es sofocar, estrangular. Por otra parte, en la investigación se descubrió que los asesinados estaban ebrios ya que pasaban sus últimos momentos bebiendo con quienes serían sus asesinos.

Cuando se descubrió la tragedia, Gran Bretaña entera se estremeció de horror. La reputación de Knox se hundió. Aunque fue exculpado por ignorancia y ni siquiera juzgado, durante la ejecución pública de Burke, la multitud pidió a gritos la presencia de Knox en el cadalso. Por cierto, quizá por una especie algo rara de justicia poética, el juez ordenó que, inmediatamente después de la ejecución, el 28 de enero de 1829, el cadáver de Burke fuera diseccionado allí mismo por un profesor de anatomía. Una enorme multitud se reunió para ver la labor del experto, y en el tumulto, desapareció la piel de Burke, ya separada del cuerpo; semanas más tarde, por las calles de Edimburgo se ofrecían a buen precio, carteras y bolsos hechos, se decía, con la piel de Burke. Su máscara mortuoria, algunos de estos bolsos y carteras y su esqueleto todavía pueden verse en el Museo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Edimburgo.

Ya los he ajusticiado y, sin embargo, poco he hablado de los asesinos. Ambos eran norirlandeses, del Ulster, y habían nacido Burke en Urney, en 1792, y Hare en Derry, en 1790. Cuando Burke fue ahorcado, los dos tenían 37 años. Por cierto, Hare se libró de la horca ya que el fiscal le concedió la inmunidad por declarar contra su colega; fue liberado en 1829 y no se sabe que fue de él. Burke y Hare emigraron a Escocia por separado, y no se conocieron hasta 1827 cuando ya se habían casado. La mujer de Hare tenía una pensión en la que se alojaron Burke y su novia, Helen McDougal. Su primera venta a los ayudantes de Knox fue el cadáver de un huésped de la pensión, llamado Desmond, que murió por causas naturales. Para ahorrarse los gastos del entierro, Burke y Hare cargaron con él y se lo vendieron a Knox por 7 libras y 10 chelines, el sueldo de un obrero por seis meses de trabajo. A partir de esta primera venta, parece ser que Burke y Hare ya no esperaban causas naturales para conseguir cadáveres. Además, la pensión de Hare ofrecía un surtido interminable de personas solitarias, pobres y con mala salud, a los que sólo ayudaron a morir y que, por otra parte, nadie reclamaba.

Pocos años más tarde, en 1831, John Bishop y Thomas Williams, cometieron en el King’s College de Londres un “Burke and Hare”, como decía gráficamente la prensa. Asesinaron, como sus colegas “resurreccionistas” de Edimburgo, para surtir de cadáveres a los profesores de Anatomía del College. Estos escándalos obligaron por fin al gobierno a regular estrictamente la entrada de cadáveres en las salas de disección de anatomía.

En Edimburgo, la incógnita que quedó sin respuesta es si Knox estaba al tanto de los manejos criminales de Burke y Hare. Es cierto que no compraba los cadáveres en persona; lo hacían sus ayudantes, pero siguiendo sus órdenes e instrucciones. Incluso alguna vez se comentó lo “fresco” que era el material de Burke y Hare. Además, Knox era un experto en la materia, uno de los mejores del mundo según su fama, y parece difícil que, al hacer la disección, no averiguara cómo habían muerto aquellas personas; seguro que algo sospechaba y no le importó. Necesitaba cadáveres para la docencia y para su investigación; quizá su lema era la Anatomía por encima de cualquier consideración ética. Dicen que huyó a Londres, acabó en el descrédito y la miseria, emigró a Norteamérica y, allí, trabajó de actor. Quizá son leyendas.

Una jerarquía moral del crimen que clasifique asesinos y víctimas nos lleva a reconocer, en nuestra sociedad, la repugnancia ante la barbarie del crimen y la inocencia de la víctima, como sería el caso, por ejemplo, de un asesino que tortura y mata niños o, en otro contexto, la exterminación sistemática de judíos por los nazis. Pero sentimos, sin embargo, un nivel más bajo de repugnancia por los asesinatos sin culpable, de víctimas poco conocidas e, incluso, por algunas muertes que, según la cultura y la educación de quienes lo juzguen, hasta se consideran aceptables, como las muertes cometidas oficialmente por instituciones, la guerra, la violencia doméstica en algunas culturas, el infanticidio o la eutanasia.

En general y como media de las culturas estudiadas, el 65% de los homicidios son de hombres que matan a hombres, el 22% de hombres que matan a mujeres, el 10% de mujeres que matan a hombres, y el 3% de mujeres que matan a mujeres.

Sin embargo, esta hipótesis que dice que hemos evolucionado para cometer asesinatos si es necesario o, si se quiere, cuando los estímulos del entorno disparan los mecanismos psicológicos que llevan a nuestra especie al asesinato, nos hace pensar en por qué el crimen es tan poco frecuente o, incluso, en por qué los asesinos, en general, solo cometen un asesinato o, también, por qué no somos criminales o, por lo menos, violentos, la mayor parte de nuestra vida.

Julio López Guixot: El asesino superdotado

Otro crimen de un superdotado, de alguien que se creía capaz de planear y ejecutar el crimen perfecto, y que lo único que consigue es destrozar su vida y la muerte de un inocente. Se llamaba Julio López Guixot y había nacido en Murcia, en fecha desconocida y abandonado en la Beneficencia. Se le bautizó como Julio Meseguer Linares y, más adelante, cuando fue reconocido por su madre, que le dio sus apellidos, cambió su nombre a Julio López Guixot. El abandono por su madre marcó la vida de Julio, que lo consideraba una desgracia y un insulto y le llevó a tener un carácter antipático y violento.

Como tantos jóvenes de la posguerra, con poco futuro, ingresó voluntario en el Ejército del Aire en septiembre de 1943. No duró mucho su servicio militar pues fue acusado de incitación a la rebelión y condenado a 10 años de cárcel.

Al salir de prisión, conoció a José Segarra, un joven de Elche, empleado en la sucursal del Banco Central en Elche, y a su hermana, Asunción, de la que se enamoró apasionadamente.

Con su inteligencia, ambición y deseo de notoriedad, no es raro que Julio idease un sistema para acertar trece aciertos en las quinielas. Convenció a José Segarra, a sus amigos y a la familia de su novia Asunción para que invirtieran dinero en su proyecto, incluso pidiendo algunos de ellos créditos bancarios. El asunto, como era de esperar, fracasó, todos quedaron en una difícil situación económica y Asunción hasta tuvo que hipotecar su casa.

Justo entonces la Guardia Civil detuvo a Julio por evadir el servicio militar. Creía que ya había cumplido con el tiempo de su condena por incitación a la rebelión, pero no era así y acabó en África, en un batallón disciplinario. Licenciado en 1952, volvió a Elche y, según aseguró a sus amigos, con el sistema para acertar las quinielas muy perfeccionado.

Otra vez buscó socios capitalistas, invirtió y ganó algunos premios, uno de ellos de 64000 pesetas, que era dinero en aquellos años. Pero el sistema empezó a fallar de nuevo, los socios le abandonaron y Julio se arruinó de nuevo. Y, siempre ambicioso, comenzó a pensar en el delito.

Su amistad con José Segarra, recordad que era empleado de banca, le sirvió para planear, entre ambos, el atraco al encargado de llevar el dinero desde el Banco Central en Alicante hasta la sucursal de Elche, en la que trabajaba Segarra. Se llamaba Vicente Valero Marcial, y también era compañero y amigo de Segarra.

Sabían los conspiradores que tendrían que matar a Valero para conseguir el dinero del envío. Así, Julio, por su parte, fue a Vistahermosa, un barrio cercano a la ciudad de Alicante, y alquiló un chalet, según dijo a la dueña, para una familia de Albacete, y dejó 500 pesetas de señal. Y Segarra, mientras tanto, le enseñó a Valero, que tenía fama de mujeriego, una carta de una antigua novia que le escribía que vendría a pasar el verano a Alicante con una amiga. De esta manera, la conspiración se puso en marcha.

El viernes 30 de julio de 1954, Segarra, en su trabajo, se enteró de que enviaban a Valero a Alicante a por dinero para la sucursal. Avisó a Julio que, en moto, fue al chalet de Vistahermosa. Segarra pidió permiso para ir al médico y, a la vez, quedó con Valero para visitar a las dos amigas en el chalet de Vistahermosa.

Cuando llegaron, en taxi, a la casa, Julio ya estaba esperándoles. Entró Segarra y, cuando pasó Valero, le golpeó en la cabeza con un yunque de zapatero. Los asesinos le robaron la cartera con 40000 pesetas y no se dieron cuenta de que llevaba otras 250000 escondidas en la ropa; las encontraría la policía más tarde, al desnudar el cadáver. Valero, que no había muerto, sufre una larga agonía. Segarra se fue en el mismo taxi que le había traído y Julio quedó encargado de esconder el cadáver. Pero no hizo nada y lo dejó, sin más, en el chalet.

En realidad, Julio estaba aterrorizado viendo los sufrimientos de la agonía de Valero. Salió de la casa y se le rompió la llave. Fue donde la administradora y consiguió otra. Regresó chalet y vio que el moribundo se había movido. Lo desnudó, sin encontrar el dinero escondido, lo envolvió en una manta y lo metió en un saco, pero lo dejó de nuevo en el chalet. Va y viene varias veces y ya no sabe qué hacer, pierde la llave otra vez, no se atreve a pedir una segunda llave y, por fin, se va y abandona definitivamente todo el asunto.

Pasaron cuatro meses, Julio se casó con su novia Asunción, la hermana de Segarra. Pero la dueña del chalet de Vistahermosa sintió el hedor que sale de su casa alquilada, avisó a la Guardia Civil que descubrió el cadáver y no tardó en identificarlo como el empleado de banca que había desaparecido con el dinero que llevaba a Elche. Pronto es detenido Segarra y comenzó la búsqueda de Julio que estaba de luna de miel con su mujer, Asunción. Y, paradojas de la vida, Julio consigue por fin un premio importante en las quinielas, 127000 pesetas, pero solo las puede cobrar en Murcia y Cartagena. Cuando entró a cobrar en la administración de Murcia, la policía le está esperando y lo detiene.

Julio es tan chulo que, en su interrogatorio, él mismo mecanografió su declaración pues le parecía que el funcionario que lo estaba haciendo se equivocaba a menudo y era muy lento.

En el juicio, José Segarra y Julio López Guixot son condenados a muerte. El primero fue indultado pero Julio fue ejecutado a garrote vil, en Alicante, el 22 de julio de 1958, por el verdugo Antonio López Sierra.

La psicología evolutiva propone que el cerebro humano está compuesto por un gran número de mecanismos que procesan, cada uno de ellos, información específica y, entre otros, están los mecanismos psicológicos resultado de la evolución, que se han seleccionado en respuesta a problemas específicos y repetidos, a los que se han enfrentado nuestros antepasados, como son alimento y refugio, evitar depredadores, encontrar pareja, y proteger y alimentar a los hijos propios.

Estos mecanismos psicológicos evolucionados se activan con información específica en estímulos del entorno, actividad fisiológica propia o, incluso, en respuesta a otros mecanismos psicológicos que procesan otra información y responden a ella. En nuestra sociedad actual, estos mecanismos evolucionados durante miles de años en la historia de nuestra especie pueden responder a información nueva, novedosa para nuestra especie, y provocar conductas inadecuadas en nuestra cultura. Así, seguimos respondiendo con miedo y asco a serpientes y arañas como animales peligrosos y venenosos que eran, o los niños no quieren verduras, conducta que se seleccionó, quizá, para evitar que probaran plantas venenosas en su deambular por el campo. En cambio, no tenemos la misma reacción de precaución, porque no ha dado tiempo a seleccionarla, a los automóviles o a los aparatos eléctricos.

Wallace Souza: Asesinato en prime time

Periodista prime time, político en alza, justiciero y salvador y, además, asesino. Los guiones de sus programas eran perfectos y estaban preparados hasta el último detalle, cadáver incluido. Era el documental trucado y real como la vida misma, era la teatralidad al límite de la manipulación, era el periodista que contrataba asesinatos para emitirlos casi en directo y ganar audiencias, era el share de los medios como pena de muerte.

Wallace Souza nació en Manaos, en la Amazonía, el 12 de agosto de 1957 y murió en un hospital de Sao Paulo, de un ataque al corazón, el 27 de julio de 2010. Casado y con cuatro hijos, fueron casi 53 años de una vida intensa, y peligrosa.

Se graduó en la Facultad de Económicas San Luis Gonzaga y en la Universidade Estatal Basilio Machado. Hizo cursos de posgrado en el Centro de Estudios de la Conducta Humana y en la Universidade Nilton Lins. Muchos estudios y, en consecuencia, muy bien preparado.

En 1979, Souza ingresó en la policía y en 1987 fue despedido después de ser detenido por un fraude relacionado con las pensiones y por robo de petróleo.

Descrito como fortachón, mostachudo y barbado, con trajes entallados, gesticulador y carismático, fue elegido a la Asamblea Legislativa de Amazonas en 1998, por el Partido Liberal, con el mayor número de votos, y muy pronto se erigió como líder del Partido Social Cristiano. Fue reelegido en varias legislaturas hasta su expulsión de la Cámara en octubre de 2009 como resultado de las investigaciones policial y judicial que se seguían contra el parlamentario.

Era famoso por dirigir y presentar un programa de televisión llamado Canal Livre desde 1989. El programa se definía como “periodismo de investigación dedicado a la lucha contra el crimen y la injusticia social”. Dejó de emitirse en 2008 cuando las sospechas sobre la conducta de Souza se extendieron. Llegó a tener una gran audiencia y era muy popular en Manaos.

En 2009, la policía estatal del Amazonas inició una investigación sobre sus actividades en relación con Canal Livre. Se le acusó de contratar sicarios para cometer crímenes que después ofrecía en su programa. Así consiguió su gran popularidad. El programa, en principio, seguía muy de cerca todo tipo de investigaciones de la policía y de los jueces. Pero empezó a tener una conducta sospechosa, o como poco notable, cuando, una y otra vez, era el primero, antes que la policía, en llegar a la escena del crimen.

Un antiguo policía, Moacir Jorge da Costa, fue acusado de cometer alguno de los asesinatos que aparecieron en el programa. Antiguo sargento de la Policía Militar y encargado de la seguridad de Souza, era sospechoso de participar en nueve asesinatos y admitió que el periodista que le había contratado mostró en su programa, por lo menos, uno de los crímenes.

Aunque Souza y sus abogados negaron todas las sospechas, al final su hijo Rafael fue detenido y acusado de homicidio, tráfico de drogas y posesión de armas. En un registro en casa de Souza se encontraron armas, munición, casquillos de balas como los recogidos en el escenario de los crímenes, así como dinero, más de 100000 euros en reales y dólares cuyo origen no pudo justificar. Finalmente, en el mes de octubre de 2009, Wallace Souza fue acusado de asesinato, tráfico de drogas, intimidación de testigos, transporte ilegal de armas y formación de una banda criminal. Ese mismo mes, octubre de 2009, fue expulsado de la Asamblea Legislativa. En libertad bajo fianza, Souza desapareció y se organizó su búsqueda a nivel nacional. Pronto, el 9 de octubre, fue capturado junto a su hermano Carlos y a la productora del programa, Vanessa Lima. En total, fueron detenidas 15 personas, incluyendo a su hijo Rafael y un grupo de policías en activo que se encargaba de cometer los asesinatos.

En fin, fue Mario Vargas Llosa, con ironía, quien mejor lo catalogó. Lo definió como el héroe del momento, un servidor de su público, un periodista con la conciencia profesional desmesurada.

El asesinato de una persona es lo más terrible que le puede pasar a la víctima. La muerte supone que desaparece la influencia activa de la víctima en los asuntos de su familia, amigos e, incluso, de sus enemigos. Desde que existen leyes escritas, el asesinato es un crimen y nunca otro delito lleva un castigo más duro. Y, cuando no hay leyes escritas, o sea, cuando no hay amenaza de castigo, el asesinato es habitualmente la mayor causa de muerte, a veces llegando a un tercio de los hombres del grupo. A pesar de que en las culturas con leyes escritas, fuerzas de policía y promesas de castigo, las tasas de homicidio han bajado, los asesinatos siguen siendo una de las causas de muerte más alta en algunos grupos.

Explicar o, incluso, solo entender estos hechos es difícil y, por ello, Duntley y Buss hicieron la propuesta que antes he mencionado. La hipótesis plantea que matar a otro ser humano supone alguna ventaja adaptativa, con el consiguiente éxito reproductor y que, por ello, sigue siendo una conducta todavía presente en las culturas actuales aunque, quizá, ya no sea ni tan necesaria ni tan útil como hace unos miles de años.

Eugene Aram: Al crimen por la Filología

El 1 de agosto de 1758, un hombre que golpeaba piedra para obtener cal cerca de Knaresborough, en Yorkshire, Inglaterra, encontró un esqueleto humano. Las autoridades y la población de la ciudad pensaron en Daniel Clark, un zapatero desaparecido trece años atrás y cuyo recuerdo no lo había hecho. Había estafado su dinero a varios vecinos, quizá con la ayuda de varios cómplices desconocidos.

Todo comenzó el 7 de febrero de 1745. Fue el último día en que se vió a Clark con vida; después, desapareció. Buen zapatero, Clark se había casado con una mujer de buena renta y pretendía abrir una tienda en Londres. Pidió dinero a todos sus amigos y consiguió un curioso inventario de préstamos: tres jarras de cerveza de plata, cuatro ollas de plata, un jarro de plata, un anillo con una esmeralda y dos diamantes, otro anillo con tres diamantes, otro más con una amatista, seis anillos más, ocho relojes, dos cajas de rapé, un Diccionario Chambers en dos volúmenes in folio, los textos de Homero en la versión de Alexander Pope en seis volúmenes, y una buena cantidad de monedas de plata. En fin, en aquel tiempo la pequeña burguesía y los artesanos no se debían fiar de nadie y preferían guardar sus ahorros en casa, e incluso los buenos libros que, parece, eran una buena inversión.

Siempre se sospechó que los cómplices de Clark habían sido Henry Terry, vendedor de cerveza; Frank Iles, con fama de perista; Richard Houseman, fabricante de lino; y Eugene Aram, maestro de escuela y erudito. Curioso grupo criminal: un cervecero, un ladrón, un pequeño industrial y un maestro de escuela.

La investigación sobre la desaparición de Clark, y sobre todo la murmuración popular, achacaron el asesinato a Houseman o Aram o a ambos, una vez que aquel culminó la recogida de fondos para su futura tienda en Londres, y con la intención de robarle y repartirse el botín. Parece ser que todo ocurrió a primera hora del 8 de febrero de 1745. Varios testigos declararon haber visto juntos, la noche del 7 de febrero, a Clark, Houseman y Aram. Además, parte del botín se recuperó en la casa de Houseman y enterrado en el jardín de Aram.

Mientras tanto, Eugene Aram fue detenido en razón a otra estafa no relacionada con el caso Clark y, a pesar de que se le consideraba como persona con pocos recursos, pagó la fianza y, además, pagó la hipoteca que debía por la casa en que vivía con su mujer y sus hijos. A continuación, desapareció.

Cuando, trece años después, se descubrió el esqueleto en la calera de Knaresborough, la esposa de Aram reveló sus sospechas sobre la complicidad de su desaparecido marido en el asesinato de Clark. Recordó que aquella fatídica noche del 7 al 8 de febrero de 1745, hacia las dos de la madrugada, llegaron a su casa Clark, Houseman y su marido; que una hora más tarde marcharon y que, hacia las cinco de la mañana, volvieron sólo Houseman y su marido. Encendieron fuego en la chimenea de la sala y escuchó, horrorizada, como discutían si matarla o no para que no hablase. Cuando, por fin, se marcharon, la asustada mujer examinó las cenizas de la chimenea y encontró tela medio quemada y un pañuelo, que reconoció que pertenecía a Houseman, manchado de sangre.

Houseman fue detenido y negó que aquel esqueleto perteneciera a Clark. Guió a los investigadores a otra cueva cercana y localizó el cadáver del desaparecido Clark. Declaró que había visto a Aram golpear a Clark en la cabeza y en el pecho y como éste había caído al suelo como muerto. Con esta declaración, se ordenó la búsqueda, trece años después, del fugado Eugene Aram.

Y de esta manera, trece años más tarde del crimen y por el hallazgo de un cadáver que no era el de la víctima, Eugene Aram fue perseguido y capturado en King’s Lynn, Norfolk, trabajando en su oficio de siempre, maestro de escuela. Tras su desaparición viajó por Inglaterra, encontró empleo de portero en varias escuelas y acabó como profesor en la Escuela de Gramática de King’s Lynn. En los interrogatorios lo negó todo y, por su cuenta, acusó a Terry, el cervecero, y a Houseman, aunque, por otra parte, declaró que “no podía afirmar que Clark fuera asesinado”.

Houseman y Aram fueron a juicio el 3 de agosto de 1759. Houseman fue absuelto por falta de pruebas pero no perdió la oportunidad de acusar a su antiguo amigo. Declaró que había sido testigo de la pelea, esa noche fatídica, entre Aram y Clark frente a la cueva en la que luego se encontraría el cadáver. Aram asumió su propia defensa y declamó un elocuente discurso, alabado por el juez, pero que no le sirvió de mucho pues fue condenado a la horca.

Después del juicio y en la cárcel a la espera de la ejecución, redactó otro convincente alegato para que le permitieran suicidarse y, de todas maneras, casi lo consigue con una navaja que robó al propio verdugo. En este escrito confesaba su culpabilidad y se justificaba afirmando que su mujer le engañaba con Clark. Siempre habían sido amigos, unidos por su afición a la jardinería y su fama, entre sus vecinos, de robar plantas, semillas y esquejes para mejorar sus jardines.

Aram fue ahorcado el 6 de agosto de 1759. Su cadáver fue trasladado a Knaresborough, lugar del crimen, y encerrado, a la entrada del pueblo, en la jaula de hierro en que se dejaban, a la vista del público, los cuerpos de los ajusticiados. Para ejemplo de todos y, también, porque allí metidos se evitaba que se deshicieran en pedazos con rapidez por la descomposición del cadáver.

Eugene Aram había nacido en 1704, dentro de una pobre familia, en Ramsgill, Yorkshire. Todavía joven, se casó y se estableció como maestro en Netherdale. Aficionado a la filología, aprendió por su cuenta latín y griego. En 1734 se trasladó a Knaresborough, donde ocurrieron los hechos que aquí he narrado. En sus años de huida, recopiló diverso material para su obra cumbre sobre etimología titulada “Léxico Comparado de Inglés, Latín, Griego, Hebreo y los Idiomas Celtas”. Era, sin discusión, un filólogo original y adelantado a su época. Fue el primero en demostrar la relación del celta con otros idiomas europeos y, también, sostuvo contra lo aceptado, que el latín derivaba del griego. Afirmó el carácter indoeuropeo del celta, lo que no se aceptó hasta casi un siglo más tarde. Las crónicas dicen que robó y mató para conseguir dinero y poder dedicarse por entero a la ciencia, a la filología, y, sin embargo, terminó siendo conocido, no por la filología, sino por el crimen que cometió a causa de la filología.

Cuesta, quizá, aceptar que un erudito como Aram se convirtiera en un violento criminal simplemente por dinero. Por ello, en el poema sobre su vida que publicó en 1831 el poeta Thomas Hood, o la novela que Edward Bulwer-Lytton publicó un año después, los autores convirtieron al erudito asesino en un héroe romántico que mató por amor a la ciencia, en concreto, a la filología. En pleno Romanticismo, Aram se convirtió en un asesino con ansias de conocimiento. Mató a Clark para conseguir fondos para su proyecto de investigación, fondos de los que no disponía por su escaso sueldo de maestro y la carga que le suponían su mujer y sus hijos. En definitiva, el móvil de su crimen fue la filología, un móvil muy especial y poco habitual.

El asesinato, según esta teoría, da evidentes ventajas adaptativas: evita la muerte prematura del propio asesino, o sea, mata para que no le maten; aparta posibles rivales, sobre todo en la búsqueda de pareja; permite obtener recursos con más facilidad; evita la competencia de la futura descendencia del muerto que, por supuesto, no llegará a nacer. Incluso no hay que cuidar de la descendencia del asesino, es decir, proveer de alimentos y cuidados a hijastros, algo que en la evolución se evita siempre que se puede y se evita que lleguen a competir con las crías que llevan los genes del asesino.

Es, por supuesto, importante planificar bien el asesinato para evitar fracasos y castigos. Han evolucionado, por miles de años, los mecanismos psicológicos implicados en el diseño del crimen. El plan moviliza la atención y el interés del asesino, recrea diferentes situaciones posibles, calcula las consecuencias y llega, finalmente, a conductas muy pensadas y motivadas.

Pero es necesario que la evolución del crimen haya provocado, además, la evolución de diferentes mecanismos de defensa y, así, hay una verdadera carrera evolutiva entre las estrategias homicidas y las defensas anti-homicidios. La empatía, el ponerse en el lugar del otro, el sentir como él y saber cómo se siente, es algo esencial para hacer grupo, para promover el altruismo y unir a la familia y a la tribu. Son cualidades esenciales en la evolución de nuestra especie. Una reciente hipótesis planteada por Roger Whitaker y su grupo, de la Universidad de Cardiff, propone que el extraordinario tamaño del cerebro de nuestra especie se seleccionó en la evolución a partir de grupos, no muy grandes pero sí muy complejos en relaciones sociales, que incluían individuos en los que, para conseguir el manejo de esa complejidad social, se seleccionaba un cerebro cada vez más complicado y de mayor tamaño.

En el cerebro hay zonas concretas, como la corteza prefrontal, el lóbulo temporal, la amígdala y otras regiones del sistema límbico, que tienen que ver con la empatía. Además, son el sistema límbico y las cortezas prefrontal y temporal las que regulan los impulsos y emociones. Y varias de estas mismas áreas cerebrales están relacionadas con la violencia. O sea, controlarían el ponerse en el lugar del otro, la empatía, e inhibirían la violencia. Pero, también, controlan la agresividad y la violencia contra el otro.

Tenemos la capacidad de ser empáticos y violentos, y seguir una conducta u otra depende de los estímulos del entorno, del grupo y, sobre todo, de nuestra cultura y de la educación que hayamos recibido en el sentido más amplio del término.

Los factores biológicos que permiten llegar al asesinato y que ahora empezamos a conocer, son la genética, la bioquímica, la fisiología y la psicología y, en la aparición de estos factores en la historia de nuestra especie, la evolución.

En resumen, esta hipótesis propone una explicación de por qué las personas asesinan a otras personas, aunque no queda claro si lo que convierte a una persona en un asesino es su misma psicología, la sociedad en que vive o, simplemente, la evolución. A lo largo de la historia de nuestra especie han existido fuentes de conflicto recurrentes entre individuos, como son la reputación y el estatus social, los recursos y la pareja. Y, ya lo he mencionado varias veces, el asesinato es una de entre varias estrategias construidas por la selección natural para ganar los conflictos con otros. El asesinato solo se diferencia cualitativamente, según las culturas, de esas otras estrategias. Una vez muerto, el asesinado no puede dañar la reputación del asesino, ni apropiarse de sus recursos o tener sexo con la pareja del asesino. Así, tenemos todos nosotros el asesinato como herencia evolutiva para resolver conflictos. A veces, a todos nos ha pasado, soñamos con matar al adversario y, muchas menos veces, incluso algunos lo matan.

Los riesgos que se solucionan con un asesinato son la pérdida de la vida propia o la de las personas cercanas, de una pareja, de territorio o de recursos, y del estatus o jerarquía social.

Un factor siempre importante en caso de asesinato es la incertidumbre. Aparece sobre las causas que provocan la respuesta adaptativa que lleva al asesinato. Por ejemplo, en el caso de la pareja puede dudarse de si lo que hay entre mi pareja y el otro es amor, sexo o amistad. O sobre las variables personales o ambientales que lo permiten o lo impiden. Así, una navaja es difícil que acabe con King Kong. Lo mejor, aconsejan los expertos, es ser muy meticuloso, y estar preparado y planificar hasta el menor detalle. Aunque siempre queda un punto de incertidumbre.

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Sobre el autor: Eduardo Angulo es doctor en biología, profesor de biología celular de la UPV/EHU retirado y divulgador científico. Ha publicado varios libros y es autor de La biología estupenda.

3 comentarios

  • Avatar de Endika

    Un detalle: José María Jarabo no fue el último condenado a muerte por garrote vil, ese fue Salvador Puig Antich

  • Avatar de Elia Montagud

    Tengo entendido que los últimos hombres en morir en el garrote vil fueron el anarquista catalán Salvador Puig Antich, en la cárcel Modelo de Barcelona, y el delincuente común Georg Michael Welzel (Heinz Chez) en la de Tarragona.

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