La tentación de la posesión

Fronteras

Por definición el conocimiento es compartido, ya que el saber que no se transmite es como si no existiera. Esto supone que la ciencia, como conocimiento del universo, es por necesidad de todos los humanos que quieren compartirla: no puede existir un trozo del saber que tenga dueño. Y sin embargo somos humanos y los científicos no son inmunes a la tentación de la posesión: la tendencia a apropiarse y hacer suyo un campo, un conocimiento o una técnica y a considerar un intruso o algo peor a quien pretende inmiscuirse y compartir. Con ser una querencia natural en la Humanidad cuando ocurre en ciencia trae malas consecuencias.

La cosa empieza simple, con el legítimo orgullo de haber encontrado una técnica potente, de haber realizado un importante avance en un campo muy especializado o de haber resuelto un problema especialmente enrevesado, pero pronto se convierte en una cuestión de propiedad: la técnica no puede retocarse, modificarse o aplicarse a otros problemas, el avance en la comprensión de un campo se puede extender a otros, la solución del enrevesado problema es la única solución posible de cualquier otro problema. Quien desea utilizar la técnica o la teoría es considerado un intruso, un advenedizo, alguien que en el fondo desea aprovecharse del trabajo ajeno; sólo el creador inicial se considera con derecho a explotar las consecuencias y derivaciones de sus avances. Así se crean escuelas cerradas de pensamiento compuestas por los discípulos del maestro original que funcionan como verdaderos clubes que tienen reservado el derecho de admisión.

Como consecuencia los avances se ralentizan, los conocimientos tienden a fosilizarse y las disciplinas o subdisciplinas empiezan a ser abandonadas por la gente más brillante, que no quiere quedar atrapada en un campo dominado por una única teoría o hipótesis defendida por una falange de discípulos celosos de cualquier recién llegado. El problema se complica aún más cuando el avance científico depende del acceso a piezas materiales concretas: especímenes particulares, fósiles o datos imposibles de replicar. Se conocen casos de fósiles humanos, por ejemplo, que han pasado años (o décadas) ocultos y sin que la profesión pudiese acceder a ellos porque el descubridor original estaba preparando una descripción inicial que jamás llegaba.

En según qué campos este tipo de ‘secuestro’ de evidencia física es imposible: todas las Arabidopsis thaliana o Drosophila melanogaster tienen los mismos genes, igual que todas las galaxias son analizables desde cualquier telescopio; por eso es mucho más difícil que un laboratorio, gran pope o escuela de seguidores se apropie de una ruta genética o de una teoría cosmológica, aunque tampoco se pueda considerar inimaginable. A veces una teoría, hipótesis o técnica puede ser para el científico que la crea casi como un hijo (intelectual) y generar el mismo tipo de reacciones de posesión y protección que crea un descendiente físico.

Porque no hay sensación más estimulante que comprender un pedacito del misterio que es el cosmos después de años de preguntas y un sinfín de ingeniosos y fallidos intentos de entenderlo; imagine dedicar décadas de su vida a resolver un intrincado rompecabezas sin tener la imagen de la caja y tras años de lento y doloroso avance descubrir la pieza que hace que todo tenga sentido, la clave que permite por fin contemplar el conjunto y entenderlo. Nuestro cableado interno responde ante esto con un subidón difícil de describir, tanto más intenso como que en realidad no hay ninguna garantía de que el esfuerzo y la dedicación vayan a dar resultado: cuando se compra un rompecabezas se sabe que es casi seguro que pueda resolverse, pero cuando se aborda un problema científico cabe la posibilidad de que nunca se alcance la solución. Cuando llega, si es que llega, es casi imposible transmitir la sensación a quien no se dedica a esto.

Y de ahí la tentación de la posesión, tan humana y por ello tan comprensible al mismo tiempo que tan problemática para el avance del conocimiento. Un riesgo real que sólo podría eliminarse si los científicos fuesen robots.

Sobre el autor: José Cervera (@Retiario) es periodista especializado en ciencia y tecnología y da clases de periodismo digital.

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