De pocas ciencias puede afirmarse que tienen un origen anterior incluso a la propia especie humana. Y es que la fascinación que ejercen los cristales llevó a antecesores del Homo sapiens a recogerlos, conservarlos y usarlos como herramientas. Este es el caso de los cristales de cuarzo encontrados entre huesos de Homo erectus pekinensis de entre 250.000 y 700.000 años de antigüedad y herramientas de piedra excavados en la cueva de Zhoukoudian (China). Es llamativo, sin embargo, que algunos de estos cristales no muestran signos de haber sido usados y podrían haber tenido alguna otra función, posiblemente decorativa o ceremonial. Lo mismo ocurre con los seis cristales de cuarzo no utilitarios encontrados en Singi Talav (cerca de Didwana, en el desierto de Thar, Rajastán, India) encontrados en una capa arqueológica ocupada por Homo erectus hace entre 150.000 y 300.000 años.
Es comprensible que la belleza de algunos especímenes minerales cristalinos atrajesen la atención de nuestros antepasados y, por esta sola razón, fuesen recogidos como objetos preciosos. De aquí a que adquieran valor más allá del utilitario había un paso; hay constancia de uso ornamental por los antiguos sumerios, egipcios, chinos y mayas. El siguiente, paso, el mágico/religioso fue casi contemporáneo y se ve reflejado incluso en los libros sagrados. Efectivamente, sólo el Antiguo Testamento, por ejemplo, recoge 23 minerales de uso ornamental/litúrgico:
Lo guarnecerás de piedras preciosas, dispuestas en cuatro hileras: en la primera habrá un jaspe rojo, un topacio y una esmeralda; en la segunda, un rubí, un zafiro y un diamante; en la tercera, un ágata, una cornalina y una amatista; y en la cuarta, un crisólito, un lapislázuli y un jaspe verde. Todas ellas estarán engarzadas en oro. Éxodo, 28: 17-20 (se repite en Éxodo, 39: 10-13)
Estabas en Edén, el Jardín de Dios, recubierto de piedras preciosas de todas las especies: sardo, malaquita y diamante, crisólito, ónix y jaspe, zafiro, topacio y esmeralda. Llevabas adornos labrados en oro y encajes preparados para ti el día en que fuiste creado. Ezequiel, 28:13
[..] porque Jerusalén será reconstruida, y también su Templo por todos los siglos! ¡Feliz de mí, si queda alguien de mi descendencia para ver tu gloria y celebrar al Rey del cielo! Las puertas de Jerusalén serán hechas de zafiro y esmeralda, y todos sus muros, de piedras preciosas; las torres de Jerusalén serán construidas de oro, y sus baluartes, de oro puro. Las calles de Jerusalén serán pavimentadas de rubíes y de piedras de Ofir; Tobías, 13:17
La palabra cristal viene del griego clásico κρύσταλλος (crústallos), que denominaba tanto a los témpanos de hielo como al cristal de roca (cuarzo) y, por extensión a cualquier sólido transparente, y ésta de κρύος (crúos), escarcha. Los griegos creían que el cristal de roca era hielo muy congelado, algo que debería parecerle absurdo a cualquiera que lo tocase y se diese cuenta de que no estaba frío. Pero el conocimiento antiguo era poco experimental y esta creencia se mantuvo durante toda la Edad Antigua, la Edad Media y el Renacimiento. La prueba que se daba era que se decía que existían pequeñas gotitas de agua dentro de los trozos de cristal de roca. Esta invención era un lugar tan común, que hasta los poetas como Claudius Claudianus le dedicaban sentidos epigramas.
Otro ejemplo de las consecuencias de la repetición y comentario de textos anteriores y la falta de interés por el experimento entre filósofos y escolásticos es que Caius Plinius Secundus (conocido como Plinio el Viejo), del que hablaremos algo más en un momento, afirmaba que existían montañas de imanes en las que una persona que llevase botas con clavos de hierro se quedaba atascada y, también otras, de imanes invertidos que repelían el hierro y donde una persona con esas botas no podía pisar. Además menciona que un imán pierde sus propiedades si se le frota con ajo. Este “hecho” se creyó a pies juntillas hasta finales del siglo XVI, más de 1.500 años después de Plinio, cuando a William Gilbert se le ocurrió hacer el experimento e informar de ello en De magnete, magneticisque corporibus, et de magno magnete tellure (Sobre los imanes, los cuerpos magnéticos y el gran imán terrestre) en 1600.
No es de extrañar, pues, que los conceptos de cristal y mineral fuesen bastante vagos antes de 1.500 y que las fuentes que los mencionan sean muy escasas. Notaremos algunas de las importantes.
En la obra maestra de Titus Lucrecius Carus, De rerum natura (publicada en el siglo I a.e.c.), presenta los principios del atomismo yaparecen listados algunos sólidos ordenados según su dureza: diamante, cuarzo (corindón), hierro, bronce y, lo que es más interesante, liga sus propiedades a su composición atómica.
Lucrecio también propuso, en el libro II de De rerum natura aunque fuese muy esquemáticamente, un mecanismo para el crecimiento de los cristales, aunque no los mencionase explícitamente: los cuerpos crecen cuando muchos átomos se adhieren a ellos y se reducen cuando los átomos se separan de ellos.
Cuál es el movimiento con que engendran y a los cuerpos destruyen los principios de la materia, y cuál es el impulso y cuál la rapidez que hace que vuelen por el espacio inmenso sin descanso. Porque seguramente la materia no es una masa inmóvil, pues que vemos disminuirse un cuerpo, y de continuo manando, se consumen a la larga y el tiempo nos los roba de la vista; se conserva sin pérdidas la suma: empobreciendo un cuerpo, los principios van a enriquecer otro, y envejecen los unos para que otros reflorezcan; ni en un sitio se paran; de este modo el universo se renueva siempre […] Traducción de José Marchena
Plinio, a pesar de lo que decíamos más arriba, ofreció algunos atisbos de proto-cristalografía y proto-mineralogía en su obra más importante Naturalis historia (publicada poco antes del año 77 e.c.). Plinio aparece fascinado por las caras perfectamente planas y lisas del cuarzo y describe cuatro piedras preciosas cuyos cristales se encuentran habitualmente en la naturaleza: el cuarzo (crystallus), la piedra-arcoiris (iris, lo más seguro cuarzo con impurezas), el diamante (adamas) y el berilo (smaragdus, del griego σμάραγδος , “gema verde”; la esmeralda, un berilo verde, deriva su nombre de aquí). Los cristales se describen como “hexagonales” (sexangula figura) y “hexaédricos” (sexangulus laterbius) pero no existe nombre ni concepto de cristal.
Otra referencia interesante de Plinio está en la descripción de las ventanas e invernaderos de las casas ricas de Roma, cubiertas por cristales de lapis specularis, una forma deshidratada del sulfato de calcio (yeso), debido a su transparencia (estrictamente hablando es translúcido), tamaño (hasta un metro) y planaridad.
La información mineralógica contenida en la Naturalis historia de Plinio fue preservada y mejorada algo en libro XVI “de piedras y metales» de las Etimologiae (publicadas alrededor de 630) de Isidoro de Sevilla. Y también se encuentra recogida en el Lapidario (publicado alrededor de 1250), tratado fundamentalmente astrológico mandado escribir por Alfonso X de Castilla. Y poco más hasta mediados del siglo XVI.
Efectivamente, las mayores contribuciones a la cristalografía desde Plinio aparecen casi simultáneamente en términos históricos: nos referimos a la De la pirotechnia de Vannoccio Biringuccio de 1540 y a De re metallica de Georg Pawer (más conocido por su nombre latinizado Georgius Agricola), publicada en 1556.
Biringuccio aporta descripciones precisas de muchos cristales en De la pirotechnia, además de constatar la habitual fascinación con su perfección. Así los cristales de alumbre son “gruesos cuadrados con bellas esquinas que parecen grandes diamantes”, y los de pirita son “pequeños cubos […] tan bien cuadrados que ningún dibujante podría dibujar sus esquinas con mayor precisión o mejor con cualquier tipo de instrumento”. También da detalles de cómo la cristalización puede usarse para la purificación de menas minerales, como el vitriolo verde (FeSO4·nH2O) y el alumbre.
Sin embargo, incluso este inteligente observador de la naturaleza y amante de la tecnología, que critica a los “alquimistas” y otros “filósofos” que escriben a partir de libros en vez de la experiencia, no puede sustraerse a la tentación al hablar de las piedras preciosas, a las que atribuye propiedades fantásticas. Entre estas propiedades está que el rubí neutraliza los venenos y purifica “el aire corrompido por un vapor pestilente”, que los diamantes se vuelven quebradizos si se manchan con sangre de cabrito o que las esmeraldas se encuentran en los nidos de los grifos y previenen la epilepsia, pero que “se rompen en muchos lugares si se lleva durante el coito”.
De forma análoga, Agricola, cuyo texto, por lo demás muy cuidadoso en las cuestiones técnicas, e influyente hasta bien entrado el siglo XVII, mantiene muchas de las viejas creencias heredadas, como la capacidad del ajo de desmagnetizar la magnetita.
Aunque pueda extrañar a alguno, está breve exposición de la cristalografía como protociencia no quedaría completa si no mencionásemos al que es considerado, por lo demás, un científico de pleno derecho, uno de los padres de la biología, Carl Nilsson Linnæus. Al leer lo que sigue consideremos que Linneo fue contemporáneo (finales del XVIII), nada menos, que de Jean-Baptiste Romé de l’Isle, uno de los padres de la cristalografía moderna.
Linneo, al igual que hizo con las plantas y los animales, dividió los minerales en su obra maestra, Systema naturae, en clases, órdenes, familias y géneros, y a cada mineral le dio dos nombres, análogamente a lo que hoy llamamos comúnmente nombre científico (taxones) de plantas y animales. En este sistema existían tres clases de minerales: Petrae (rocas), Minerae (menas) y Fossilia (excavados). La mayoría de los materiales macrocristalinos los clasificó como Minerae, y éstos los dividió en Salia (sales, la mayoría de cristales transparentes), Sulphura (azufres, incluyendo el ámbar, los aceites y los sulfuros) y Mercuralia (mercúricos, los metales). La clasificación de Linneo no tenía en cuenta ni la composición química ni las reglas cristalográficas ya conocidas en la época. Además Linneo aún reflejaba en su obra la idea de John Duns Scotus de que los cristales están vivos ya que, al igual que las plantas, crecen a partir de una semilla, y mueren cuando se disuelven o funden.
De hecho, Systema naturae podría considerarse una pura curiosidad histórica protocristalográfica más, si no fuese por un hecho fortuito. Fue el libro que despertó el interés por la mineralogía en René Just Haüy; y de los resultados de ese interés hablaremos extensamente en su momento.
Referencias generales sobre historia de la cristalografía:
[1] Wikipedia (enlazada en el texto)
[3] Molčanov K. & Stilinović V. (2013). Chemical Crystallography before X-ray Diffraction., Angewandte Chemie (International ed. in English), PMID: 24065378
[4] Lalena J.N. (2006). From quartz to quasicrystals: probing nature’s geometric patterns in crystalline substances, Crystallography Reviews, 12 (2) 125-180. DOI: 10.1080/08893110600838528
[5] Kubbinga H. (2012). Crystallography from Haüy to Laue: controversies on the molecular and atomistic nature of solids, Zeitschrift für Kristallographie, 227 (1) 1-26. DOI: 10.1524/zkri.2012.1459
[6] Schwarzenbach D. (2012). The success story of crystallography, Zeitschrift für Kristallographie, 227 (1) 52-62. DOI: 10.1524/zkri.2012.1453
Este texto es una revisión del publicado en Experientia docet el 15 de noviembre de 2013
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
Hitos en la red #221 – Enlaces Covalentes
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