El siglo XVIII fue testigo de una crecimiento espectacular del ámbito de estudio de las matemáticas y de sus aplicaciones científicas. La retórica de la utilidad de las matemáticas por fin empieza a encontrar amplia justificación.
Uno de los factores clave fue la generalización del conocimiento matemático. Por una parte la propagación del conocimiento del cálculo gracias a los libros de texto publicados, especialmente en la Europa continental, contribuyeron notablemente al incremento de las capacidades matemáticas de los filósofos naturales y a despertar nuevas ambiciones en los matemáticos. A mediados de siglo la instrucción en matemáticas estaba ampliamente implantada en toda Europa; en este aspecto destaca Francia donde la competencia matemática se considera imprescindible en las escuelas de ingeniería, en las militares, en los colegios jesuitas y, por supuesto, en las universidades, además de ser muy valorada entre los intelectuales.
Sin embargo, los matemáticos no las tenían todas consigo cuando se trataba el tema de los infinitesimales; el fundamento no parecía ser suficientemente sólido. Jean le Rond D’Alembert expresó muy bien la actitud práctica de los matemáticos ante la cuestión en una carta a un alumno que planteaba sus dudas: “Tú sigue adelante, y la fe vendrá”.
Y es que la nueva herramienta parecía fundamentarse más en la fe que en el rigor. Tanto es así que en 1734 el obispo George Berkeley atacó al cálculo, comparando sus fundamentos con los de la teología y encontrándolos más débiles. A partir de esto se originó una fuerte polémica que terminaría con la publicación del Treatise of fluxions de Colin Maclaurin en 1742, donde las fluxiones eran el nombre que Newton había dado a las derivadas. En este texto Maclaurin basa el cálculo fluxional de Newton en métodos sintéticos arquimedianos, es decir, la verdad de las afirmaciones se basan no en el significado de las proposiciones (eso sería analítico) sino en la relación de su significado con el mundo (sintético), tal y como hacía Arquímedes.
Serían los matemáticos de la Europa continental los que aceptarían con entusiasmo los argumentos de Maclaurin como prueba de que el cálculo daba resultados confirmables por la geometría sintética; los británicos, sin embargo, vieron en ellos la confirmación de que la vía correcta a seguir no era el cálculo, sino la geometría, una vía que resultaría ser muerta.
Si bien esto era un paso en la dirección correcta, no era suficiente para los matemáticos continentales que seguían con la necesidad de encontrar unos fundamentos sólidos para el cálculo. A esta tarea dedicaron sus energías muchos matemáticos profesionales, maestros y divulgadores.
Leonhard Euler, y otros, crearon la síntesis de la visión físico-matemática de Newton y la de Leibniz, el nuevo cálculo, y, como resultado, la consumación del matrimonio entre la física, la mecánica racional y las altas matemáticas (lo que hoy llamaríamos cálculo diferencial e integral). Pero no todo era bueno: los problemas que estimulaban muchas de las investigaciones matemáticas tenían una base física, por lo que solo muy raramente los matemáticos se aventuraban en territorio realmente inexplorado. Esta situación mantenía la naturaleza paradójica de los fundamentos del cálculo dentro de unos márgenes tolerables.
El estudio de las ecuaciones diferenciales, ordinarias y parciales, se desarrolló conjuntamente con los primeros grandes éxitos del nuevo cálculo: el análisis de los fluidos compresibles (gases) e incompresibles (líquidos), la elasticidad de los cuerpos y la dinámica gravitatoria de los planetas.
El desarrollo del estudio de los gases y de la hidrodinámica a partir de los últimos años treinta del siglo, junto con el estudio de los fenómenos elásticos, puso a una buena cantidad de fenómenos al alcance de las matemáticas: las mareas, una teoría mecánica del calor, el sonido (el estudio de los armónicos y el desarrollo de la acústica en general), el flujo de fluidos y el movimiento de los cuerpos en un medio con resistencia, la optimización del diseño de los cascos de los buques, el flujo del agua en tuberías y chorros, la presión del aire en las velas, el color y la óptica de las lentes, y la mecánica de las cargas eléctricas estáticas.
Más cerca del final del siglo la aplicación de la estadística elemental y la teoría de la probabilidad a las tablas de mortalidad produjo una “aritmética de la vida”. Las rentas vitalicias y los seguros de vida pudieron calcularse de forma mucho más precisa y los humanos pasan a ser los sujetos de una ciencia social cuantitativa.
El mundo a finales del XVIII se ha vuelto racional, mecánico y matemático.
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En la serie Apparatus buscamos el origen y la evolución de instrumentos y técnicas que han marcado hitos en la historia de la ciencia.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
Las matemáticas como herramienta (III): …
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