Existen dos sustancias naturales, el ámbar y la piedra imán, que han despertado la curiosidad de los humanos desde la antigüedad. El ámbar es savia que rezumó hace mucho tiempo de ciertos árboles de madera blanda, como el pino. En el transcurso muchos siglos se endureció hasta convertirse en un sólido semitransparente con el aspecto de algunos plásticos actuales con un color que va del amarillo al marrón. Cuando se pule se convierte en una piedra semipreciosa usada en joyería y, a veces, contiene insectos que se vieron atrapados por la savia pegajosa. Los antiguos griegos describieron una extraña propiedad del ámbar: si se lo restregaba vigorosamente contra un paño podía atraer pequeños objetos de las proximidades, como trocitos de paja o semillas. Los griegos llamaban al ámbar elektrón.
La piedra imán es un mineral metálico que también tiene propiedades extrañas. Para empezar atrae al hierro. También, cuando se suspende o se hace flotar un pequeño trozo, gira hasta terminar orientado en una dirección Norte-Sur. El primer texto en el que se describe el uso de la piedra imán para la navegación (como lo que hoy llamaríamos brújula) en Occidente data del siglo XII, pero sus propiedades ya se conocían anteriormente en China. Hoy la piedra imán se conoce como magnetita o mena de hierro magnetizada, porque los griegos de Magnesia hablaban de ella en sus viajes.
Las historias de la piedra imán y el ámbar son las historias primitivas del magnetismo y la electricidad. Los desarrollos modernos pueden datar sus comienzos en una fecha exacta, 1600, año en el que se publica en Londres el libro de William Gilbert De Magnete (Sobre los imanes).
Gilbert (1544 – 1603) era un médico influyente que llegó a ser médico jefe de la reina Isabel I de Inglaterra. Durante los últimos 20 años de su vida se dedicó a estudiar todo lo que se conocía sobre la piedra imán y el ámbar. Significativamente, Gilbert hizo sus propios experimentos para comprobar las informaciones de otros autores, algo nada habitual en la época, y resumió sus conclusiones en De Magnete. Este libro es un clásico de la literatura científica, precisamente porque fue un intento sistemático, en su mayor parte con éxito, de comprobar especulaciones complejas usando experimentos detallados.
La primera tarea que aborda Gilbert en su libro es revisar y criticar lo que se había escrito hasta ese momento sobre la piedra imán. Comenta varias teorías acerca de la causa de la atracción magnética; surgieron muchas cuando se conoció en Occidente que las agujas o barras de hierro imantadas tienden a orientarse en una dirección Norte-Sur. Pero, dice Gilbert:
“…malgastaron aceite y trabajo, porque, no siendo prácticos en la investigación de los objetos de la naturaleza, estando familiarizados tan solo con libros…construyeron ciertas explicaciones basadas en meras opiniones.”
Como resultado de sus propias investigaciones, Gilbert propone que la verdadera causa del alineamiento de una aguja magnética o de piedra imán suspendida no es otra que la Tierra es ella misma una gigantesca piedra imán y, por lo tanto, puede actuar sobre los materiales magnéticos.
Gilbert realizó un experimento muy sencillo e ingenioso para comprobar que su hipótesis no estaba desencaminada. Tomó una piedra imán de considerables dimensiones y la talló hasta convertirla en una esfera. Pudo observar que cuando colocaba una pequeña aguja imantada sobre la superficie de la esfera se comportaba como lo hace la aguja de una brújula en los diferentes puntos de la esfera terrestre. De hecho, llamó a su piedra imán esférica terrella, o “pequeña Tierra”.
Marcando las direcciones a lo largo de las que se alinean las agujas con tiza sobre la terrella se dibujan círculos meridianos. De igual forma que las líneas de igual longitud sobre un globo terráqueo, estos círculos convergen en dos extremos opuestos que podemos llamar polos. En los polos las agujas apuntan perpendicularmente a la superficie de la terrella. Cuando se depositan pequeñas virutas de alambre de hierro sobre la terrella también se alinean según estas direcciones.
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Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
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