Cada cierto tiempo se da a conocer algún estudio cuyos resultados indican que tal o cual producto o tal o cual tecnología causan o pueden causar cáncer. Estas informaciones se refieren normalmente a ciertos productos, a alimentos de origen transgénico, o a las ondas electromagnéticas que envían y reciben las antenas y aparatos de telefonía móvil. Casi siempre que saltan a los medios de comunicación se trata de informaciones falaces. O bien no se han realizado los estudios que se invocan o, si se han realizado, no cuentan con el respaldo de la comunidad científica por haber sido hechos de forma defectuosa; a veces se trata de estudios sin resultados concluyentes, y de esa falta de conclusiones se señala o se insinúa que “pueden” o “podrían” causar cáncer. El caso es que, por falaces que sean, esas informaciones tienen mucho impacto y generan alarma social. Que algo no produzca daño no es noticia; que lo produzca, lo es. Casi siempre.
De acuerdo con un estudio dado a conocer hace unas semanas, el consumo de alcohol produce cáncer en siete áreas diferentes del organismo: bucofaringe, laringe, esófago, hígado, colon, recto y mama. Y no cabe descartar que además de esas siete, haya otras en las que se desarrollen tumores como consecuencia del consumo de alcohol. De hecho, cada vez hay más pruebas de que beber alcohol puede producir también cáncer de piel, de páncreas y de próstata. Pues bien, la repercusión del estudio citado ha sido mínima. Si en vez de alcohol el efecto cancerígeno se le hubiese atribuido a la telefonía móvil, algún aditivo alimentario o un producto biotecnológico habría sido mucho mayor y ya se habría exigido su prohibición o retirada. No ha sido el caso.
Al leer esto habrá quien piense que el potencial del alcohol para producir cáncer se limita a los efectos de la ingestión de altas dosis de manera continuada o frecuente. Mucho me temo que no es así. Evidentemente, el riesgo es proporcional a la dosis: existe –como se dice en la jerga científica- una relación “dosis-respuesta”. O sea, cuanto mayor es la dosis mayor es el riesgo de desarrollar un tumor. Pero eso no significa que los efectos dañinos sólo se produzcan por encima de cierto umbral de ingestión. No. El efecto cancerígeno del alcohol es, lógicamente, probabilístico, pero ocurre desde dosis bajas. Utilizando el símil de la lotería, es mucho más probable que toque si se compran muchos números, pero comprando un único número, también puede tocar.
Los autores del estudio señalan que aunque desconocen el mecanismo biológico que subyace al efecto del consumo de alcohol sobre el cáncer, la relación entre ambos fenómenos va más allá de un mero vínculo estadístico en el que podrían mediar otros factores. De hecho, la asociación entre el desarrollo de diferentes tipos de cáncer y el consumo de alcohol ya se conocía; tanto la Organización Mundial de la Salud en 2012, como, al menos, un metaestudio -análisis conjunto de numerosos estudios- de 2013 habían puesto de relieve la existencia de una asociación entre el alcohol y el desarrollo de determinados tumores. El publicado hace unas semanas es concluyente y muy contundente; no se trata de un simple vínculo, sino de una relación causal bien establecida: el agente responsable directo del desarrollo de los cánceres citados es el consumo de alcohol, incluso a dosis relativamente bajas.
Sally Davies, Chief Medical Officer del gobierno británico (asesora principal en materia de salud), ha declarado en una comparecencia parlamentaria que cada vez que toma una copa de vino toma una decisión. Algunos hemos tomado nota.
Las fuentes utilizadas han sido esta, esta y esta.
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
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Este artículo fue publicado en la sección #con_ciencia del diario Deia el 14 de agosto de 2016.
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