“A quien ajo come, y vino bebe, ni la víbora le puede.”
Refrán popular.
“¡Nunca me gustó el ajo antes de hoy, pero ahora lo siento admirable! Hay una gran paz en su olor; siento que ya viene el sueño. Buenas noches a todo el mundo.”
Bram Stoker en Drácula, 1897.
Hay una leyenda turca que cuenta que, cuando el Diablo fue expulsado del Paraíso y llegó a la Tierra, allí donde puso el pie derecho, nació la cebolla, y donde puso el pie izquierdo. El ajo es la huella del Diablo o, si se quiere, la semilla del Diablo creó el ajo, que diría Ira Levin.
Nuestros antepasados cazadores recolectores eran buenos conocedores del entorno pues de ello dependía su alimentación y defensa y, en último término, la vida. Recogerían, entre otras muchas plantas, ajo silvestre, quizá Allium vineale o Allium longicuspis, como hierbas medicinales y aromáticas. Para algunos autores, ya cultivaban alguna clase de ajo los cazadores recolectores del Asia Central hace más de 10000 años. Cuando comenzó la domesticación del ajo, utilizarían, a la vez, el Allium longicuspis y el Allium ursinum, o ajo de osos, que todavía se pueden recoger en nuestros campos, y el futro ajo doméstico, el Allium sativum, del que ahora solo cocemos las variedades cultivadas. El análisis del ADN todavía no ha resuelto con precisión el origen del ajo doméstico.
Cuando los investigadores buscan el centro Vavilov del ajo, esa área geográfica con más especies relacionadas, variedades y riqueza genética de la planta domesticada, llegan al centro Indo-Afganistano, en concreto al Asia Central, al oeste de China, en el Turkestán. Son las regiones montañosas de áreas de Tayikistán, Turkmenistán, Uzbekistán y el norte de Irán, Afganistán y Pakistán. El lugar más probable son las montañas Tien Shan, desde el oeste de China hasta Kazajistán y Kirguistán. Desde el centro Vavilov, el ajo llegó a la costa asiática del Pacífico, en China, hace casi 6000 años, y a la India en unos 5000 años. A Europa, por Grecia y Roma, hace unos 2500 años y, en los siguientes siglos se extendió por el continente, y hay quien asegura que fue por el Camino de Santiago.
Ahora, el mayor productor de ajo del planeta es China, seguida de Corea, India, Estados Unidos, Egipto y España. Los mayores exportadores son China y Singapur, y los importadores son Malaysia y Brasil.
Desde siempre es conocido el ajo por sus propiedades mágicas. Por ejemplo, hace 5000 años, en Burnt City o Shahr-e Sukhiteh, en el actual Irán, ya enterraban a sus muertos con dientes de ajo, quizá para ahuyentar a los malos espíritus. Por algo el ajo es, lo hemos visto, la semilla del Diablo. Por cierto, en Egipto, en la tumba de Tutankamón, enterrado hace algo más de 4000 años, también había dientes de ajo.
Hace más de 4000 años, en los valles interiores entre la India y el Pakistán, se desarrolló la civilización Harappa. En Ghaggar, en la zona de Haryana en la India actual, está el yacimiento arqueológico Farmana, fechado hace unos 4300 años. Allí se han recuperado semillas de ajo en herramientas de piedra, cerámica y en dientes humanos. Por tanto, manejaban el ajo, lo cocinaban y lo comían.
Algo más tarde, quizá hace unos 3500 años, se podría fechar la aparición del ajo en la Biblia. Fue cuando el pueblo de Israel huyó de Egipto y en los años que pasaron con hambre y sed en el desierto del Sinaí. Allí gemían y gritaban al cielo “!Como recordamos los pescados que comíamos gratis en Egipto, y los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos”. Mil años después, hace 2500 años, cuando Herodoto viajó a Egipto recordaba que en su visita a las pirámides de Gizeh, construidas 2000 años antes de su llegada, encontró “una inscripción en caracteres egipcios que registra las cantidades de cebollas y ajo consumidos por los trabajadores que las construyeron”.
También en Mesopotamia utilizaron el ajo. En la ciudad de Sippar-Ammanum, hoy conocida como Teil ed-Der, en Irak, 70 kilómetros al norte de Babilonia, hace unos 3750 años alguien olvidó en un almacén 350 dientes de ajo que, 40 siglos después, encontró una expedición belga.
Fue hace unos 3700 años cuando un cocinero con mala memoria, en Mesopotamia, escribió sus recetas de cocina en unas tablillas con la escritura cuneiforme de la época. Tres de esas tablillas aparecieron en la Colección Babilónica de la Universidad de Yale, en Estados Unidos. El descubridor fue el arqueólogo francés Jean Bottéro. Las tradujo y publicó en 1995 en un libro con el sugestivo título de “La cocina más antigua del mundo”. Y lo que allí encontró es una cocina que amaba el ajo.
Hay una receta para pierna de cordero que parece interesante y que Liliane Plouvier adaptó a nuestra cocina:
“Hace falta una pierna de cordero, y no otra carne. Echar el agua; le añades grasa {quizá manteca}; una cantidad suficiente de cuscuta {planta parásita, cuidado con ella y con sus semillas pues lo invade todo}; bastante sal; piñas de ciprés; cebolla y samidu {Bottéro no sabe la traducción de esta planta}; comino; cilantro; puerro y ajo, que machacas con un kisimmu {herramienta desconocida}. Una vez cocido está listo para servir.”
Mil años más tarde, hace unos 2700 años, en el jardín del rey de Babilonia, Merodach-Baladan, crecían 61 plantas, según el inventario que se ha encontrado escrito en una tablilla que guarda el Museo Británico. La primera planta de la lista es el ajo.
Y llegamos a Roma. En el siglo I antes de nuestra era, el poeta Virgilio nos ofrece la receta del moretum, una salsa que servía de acompañamiento a muchos guisos tradicionales de la cocina romana. El poeta lo escribe así:
“En primer lugar, escarbaba la tierra con los dedos, saca cuatro ajos con sus recias fibras, luego arranca el apio de frágil fronda, la tiesa ruda y el cilantro tembloroso por su fino tallo. Una vez recogió todo esto, se sienta junto al fuego y pide a voces el mortero a la criada. Luego, pela una a una las cabezas de ajos cortándoles los nudos y las membranas superiores y echa los despojos por todos lados quedando esparcidos en tierra. El bulbo, con el tallo, moja en agua y lo mete en el mortero. Espolvorea con sal, se añade queso en sal curado, acumula encima las hierbas seleccionadas. Con la izquierda sostiene el recipiente entre las velludas piernas, la derecha con la mano del mortero primeramente maja los olorosos ajos, luego, a su vez, tritura todo, mezclado el jugo… Avanzaba su obra: y no ya desigual, como antes, sino más pesada marchaba la mano del mortero en lentos giros. Vierte gota a gota el aceite de Palas, un chorro de fuerte vinagre y, de nuevo, mezcla la pasta y remueve lo mezclado y recoge lo esparcido en una bola para que tome la forma y el nombre de un perfecto moretum.”
Me recuerda al alioli.
Dos siglos más tarde, Marco Gavio Apicio, reputado gastrónomo, glotón, rico y autor de un libro de recetas de la cocina romana titulado “De Re Coquinaria”, solo cita al ajo dos veces y de pasada, como para completar salsas. Para los romanos, a pesar de Virgilio y del moretum y de que al ajo ya se cultivaba en extensas granjas, como se ha encontrado cerca de Marsella, el ajo era comida de plebeyos de espíritu poco cultivado, y también de soldados que lo tomaban para aumentar su fuerza. Olía muy fuerte y, para los romanos imperiales, olía mal. Era condimento a evitar. Sin embargo, el propio Apicio, en su lista de ingredientes indispensables en una cocina, coloca el ajo y dice que “hay que tener en casa para que no falte nada en los condimentos.”
Ya ven, hemos hecho un largo viaje en el tiempo y en el espacio, desde 10000 años atrás hasta la actualidad y desde el Asia Central hasta todo el planeta, excepto la Antártida (en sus provisiones para las largas estancias en la Antártida, ¿alguna expedición lleva ajo?). Y desde hace mucho tiempo nuestra especie ha estado acompañada del oloroso y saludable ajo.
Y, para terminar, un consejo práctico para degustar el ajo. Sabemos que entero tiene un aroma característico y suave. Pero aplastado o partido, el olor es muy fuerte y típico debido a los compuestos con azufre que tiene: dialil disulfuro, alil mercaptano, alil metil disulfuro y alil metilsulfuro. Así, el consumo de ajo puede provocar un aliento con un fuerte aroma que, para muchos, es desagradable y que se mantiene unas 24 horas.
Para buscar un remedio para el aliento con olor a ajo, Rita Mirondo y Sheryl Barringer, de la Universidad Estatal de Ohio en Columbus, dan ajo crudo a varios voluntarios que, después, beben agua, que será el control, o manzana cruda, cocida o en zumo, lechuga cruda o cocida, hojas de menta crudas o en zumo, y te verde. Después se analiza el aliento de los voluntarios para detectar los compuestos azufrados típicos del ajo.
Pues bien, lo mejor para eliminar esos compuestos es la manzana cruda, seguida de la lechuga cruda y de las hojas de menta. Consiguen disminuir la presencia de los compuestos de ajo hasta en un 50% en media hora. El te verde no produce efecto alguno.
Ya saben, después del ajo, manzana o ensalada de lechuga con unas hojas de menta.
Les dejo con la última receta o, más bien, con la más antigua, de hace unos 5000 años. Nos cuenta Liliane Plouvier, arqueóloga francesa, en su libro “L’Europe se met à table”, que en el yacimiento subacuático de Saint Blaise/Bains des Dames, en el lago Neuchatel, se recuperó parte de un recipiente con los restos de una menestra del Neolítico fechada hace unos 5000 años. El análisis de los restos permitió a los investigadores reconstruir la receta y Liliane Plouvier nos la ofrece con todo detalle. Queda así:
“Utilizamos 150 gr de tocino, un rabo de ternera cortado en trozos, medio kilo de pierna de buey, 150 gr de apio, 250 gr de cebada, litro y medio de caldo de buey, un ramito de acedera, tomillo y una cucharada sopera de miel y, por supuesto, ajo. Ponemos el tocino en la cazuela y calentamos suavemente hasta que suelte grasa y en ella, doramos el rabo y la carne de buey. Añadimos el apio, la cebada, el tomillo y el caldo, y cocemos hasta que la carne esté tierna. Aromatizamos la menestra con la acedera, el ajo y la miel. Cocemos un rato más para conjuntar sabores y a comer.”
Ya ven, ajo, en Europa y hace 5000 años. Quizá era ajo silvestre pero no importa, Liliane Plouvier rehace la receta a nuestro gusto y nos permite degustar una menestra del Neolítico. Es apetecible.
Referencias:
Apicio, Marco Gavio. 2007. El arte de la cocina. De Re Coquinaria. Comunicaciones y Publicaciones. Barcelona. 119 pp.
Block, E. 2010. Garlic and other Alliums. The lore and the science. Royal Society of Chemistry Publ. Cambridge. 454 pp.
Bottéro, J. 2005. La cocina más antigua del mundo. La gastronomía en la antigua Mesopotamia. Tusquets Eds. Barcelona. 245 pp.
Brothwell, D. & P. Brothwell. 1998. Food in Antiquity. A survey of the diet of early peoples. Johns Hopkins University Press. Baltimore and London. 283 pp.
Mirondo, R. & S. Barringer. 2016. Deodorization of garlic breath by foods, and the role of polyphenol oxidase and phenolic compounds. Journal of Food Science doi: 10.1111/1750-3841.134339
Omar, S.H. et al. 2007. Historical, chemical and cardiovascular perspectives on garlic: A review. Pharmacognosy Review 1: 80-87.
Peterson, J. 2000. The Allium species (Onions, garlic, leeks, chives, and shallots). En “The Cambridge world history of food, Vol. I”, p. 249-271. Ed. por K.F. Kiple & K.C. Ornelas. Cambridge University Press. Cambridge.
Petrovska, B.B. & S. Cebovska. 2010. Extracts from the history and medical properties of garlic. Pharmacognosy Review 34: 106-110.
Plouvier, L. 2000. L’Europe se met à table. DG Education et Cultue. Commission européenne. Bruxelles. 124 pp.
Sobre el autor: Eduardo Angulo es doctor en biología, profesor de biología celular de la UPV/EHU retirado y divulgador científico. Ha publicado varios libros y es autor de La biología estupenda.
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