No les asesinaron delincuentes
de pasados lastimeros,
ni sádicos sumidos en las simas del sexo.
No fueron bárbaros
habitados por ideas de exterminio,
ni esclavos de sectas que anulan la razón,
sus verdugos.
Tampoco les mató la locura que a veces
engendran las ciudades.
El horror fue obra, la historia se repite,
de escrupulosos funcionarios.José Ovejero, en «El Estado de la Nación» (2002), tomado de «El eco de los disparos» (2016) de Edurne Portela.
Hay mucho que escribir sobre asesinos, aunque casi siempre basado en textos confusos, a partir de experiencias personales, y con falta de revisiones actuales y ajustadas. Pero algo hay que decir y aquí va, quizá con una cierta falta de orden.
Primero, hay que distinguir entre los criminales habituales y las personas de la sociedad civil que han cometido algún delito en una sola ocasión. Pero nunca hay que olvidar que las personas de la sociedad civil también son capaces de matar, y mucho (repasar la película El Sargento York, de 1941, con Gary Cooper de protagonista). También hay que recordar que estos ciudadanos son los protagonistas del genocidio nazi en el Tercer Reich o de las matanzas xenófobas en guerras como en la antigua Yugoeslavia o Ruanda, por recordar solamente algunas de las más recientes.
Los que asesinaron a lo largo de la historia de nuestra especie fueron, en una gran mayoría, personas normales rodeadas de circunstancias que, por diversas razones, les llevaron a justificar la violencia contra los catalogados como enemigos.
Nathan Leopold y Richard Loeb: El asesinato del Superhombre
Eran dos genios. Dos niños ricos, inteligentes, universitarios, de buena presencia, a los que sobraban tiempo y dinero, y que quisieron demostrarse a sí mismos que eran más listos que nadie. Planearon y ejecutaron el crimen perfecto. Y cometieron los errores más estúpidos, les pillaron, acabaron en la cárcel y poco faltó para que les ahorcaran.
Ambos de Chicago, Nathan F. Leopold, Jr. nació en 1904 y Richard Loeb en 1905, con sólo unos meses de diferencia. Después del crimen y la condena, Leopold murió en libertad a los 66 años de edad y Loeb, en cambio, murió apuñalado en la cárcel a los 30 años. Fueron condenados a cadena perpetua por el secuestro y asesinato de Bobby Franks, un chaval de 14 años, amigo y vecino, el tercer hijo de una familia feliz. Fue su “crimen perfecto”.
Su defensor en el juicio, el famoso abogado Clarence Darrow, les salvó de la horca con un brillante alegato contra la pena de muerte y a favor de un sistema penal rehabilitador de delincuentes.
También conocidos por sus apodos, Babe y Dickie, Leopold tenía 19 años y Loeb 18 en el momento de los hechos y eran seguidores fanáticos de Nietszche y de su teoría del Superhombre. Poco antes del crimen, Leopold escribió a Loeb que “un superhombre es un compendio de cualidades superiores y está liberado de las leyes ordinarias de los hombres; de nada de lo que haga es responsable.” Sorprendente que dos chicos judíos de Chicago piensen igual que un tal Adolf Hitler que, por aquel entonces, empezaba a ser conocido en las cervecerías de Munich. Leopold era un superdotado que había empezado a hablar a los cuatro meses de edad y tenía un cociente de inteligencia de 200. Hablaba cuatro idiomas y, graduado por la Universidad de Chicago, ya había sido admitido para el siguiente curso en la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard. Además y por afición, era un experto ornitólogo. Su intención era ingresar en Harvard después de un viaje por Europa. Loeb había sido el graduado más joven de la Universidad de Michigan y también iba a ingresar en la Facultad de Derecho después de seguir unos cursos de posgrado. Leopold era antipático y un solitario que sólo se sentía a gusto con sus pájaros; Loeb era guapo y sociable. Leopold era algo pedante, estudioso, susceptible y amigo de jóvenes muy “machos”; Loeb, por el contrario, pertenecía a una fraternidad en el colegio, quedaba con chicas, amaba las fiestas y era un aficionado entusiasta de las novelas de detectives. Ambos bebían licor de contrabando (estamos en la Prohibición), fumaban sin parar y les gustaban los coches caros.
Los dos jóvenes y la víctima, Bobby Franks, vivían en Kenwood, un conocido barrio de judíos ricos situado en el sur de Chicago. Leopold y Loeb eran vecinos, con dos manzanas de distancia entre sus casas, y formaban, creían ellos, la perfecta pareja de “superhombres”. Preparando su crimen perfecto, comenzaron con pequeños robos hasta culminar sus planes con el secuestro y asesinato de Bobby Franks.
Durante siete meses planearon el secuestro, sobre todo el cobro del rescate, siempre el momento más peligroso. La víctima, Bobby Franks, era vecino y pariente lejano de Loeb. El 21 de mayo de 1924 se pusieron en marcha. Alquilaron un coche y, mientras uno conducía, el otro se sentaba en el asiento trasero. A las cinco de la tarde, Bobby regresaba del colegio a casa, y los jóvenes le convencieron de que subiera al coche. Según entró, uno de ellos, no se sabe quién de los dos, el que iba sentado en el asiento trasero, le golpeó varias veces en la cabeza con el mango de un formón y le ahogó metiéndole unos trapos en la garganta. El chico murió al poco tiempo. En el juicio quedó establecido que, a pesar de los rumores y de algunas insinuaciones del fiscal, no hubo abusos sexuales.
Los asesinos, con el cuerpo en el coche, van hasta Wolf Lake, cerca de Hammond, en Indiana, en las afueras de Chicago. Desnudaron el cadáver y tiraron la ropa en la cuneta; regaron el cuerpo con ácido clorhídrico para dificultar la identificación, repusieron fuerzas con un “perrito caliente” y, finalmente, abandonaron el cadáver en una alcantarilla del tren de la Pennsylvania Railroad, cerca de la calle 118, al norte del Wolf Lake.
Volvieron a Chicago y llamaron a la madre de Bobby (el padre estaba en la calle buscando a su hijo desaparecido) para decirle que había sido secuestrado y exigirle el pago de 10000 dólares. Al día siguiente recibieron una nota reclamando el rescate. Los padres, que ya habían denunciado la desaparición, estaban dispuestos a pagar el rescate. Mientras tanto, Leopold y Loeb, ya en su casa, quemaron su ropa, manchada de sangre, e intentaron limpiar la tapicería del coche alquilado. Después pasaron el resto del día jugando a las cartas, a la espera de continuar con su “plan perfecto”.
Pero, antes de que la familia de Bobby pague el rescate, Tony Minke, un inmigrante polaco, encuentra el cadáver. Cuando Leopold y Loeb se enteran, destruyen la máquina de escribir utilizada en la preparación de la nota de rescate, aunque no les servirá de mucho pues es la misma que utilizaba Leopold para sus trabajos de clase; también queman la manta con la que habían envuelto el cadáver.
Cerca de la vía de la Pennsylvania Railroad, a pocos metros del cadáver de Bobby, el detective Hugh Patrick Byrne encuentra unas gafas muy especiales, con un sistema de pliegue situado en el centro de la montura, en el puente de la nariz, entre los dos ojos. En la identificación del cadáver, estas gafas provocaron cierta confusión puesto que Bobby Franks no las utilizaba. Cuando se investigó su origen, se descubrió que sólo se habían vendido tres en Chicago, y uno de los compradores se llamaba Nathan Leopold. En el interrogatorio declaró que las había perdido hace un tiempo, en uno de sus paseos para observar pájaros; recordar que era un conocido ornitólogo y uno de sus lugares preferidos era, precisamente, el Wolf Lake. Loeb le apoyó al afirmar que habían pasado la noche juntos, en el coche de Leopold y con dos mujeres de las que no sabían el nombre. Pero el chófer de los Leopold declaró que, esa noche, el automóvil había estado en el garaje y él lo había estado reparando.
Los interrogatorios continuaron; la presión de la opinión pública sobre la policía era enorme, y la policía la traspasaba a Leopold y Loeb. Estaban convencidos de que eran los culpables. Primero confesó Loeb y, poco después, lo hizo Leopold. En general, ambas confesiones coincidían excepto en un punto: cada uno de ellos acusaba al otro de haber dado el golpe mortal que acabó con la vida de Bobby Franks. No se aclaró en el juicio, y aunque todos estaban convencidos de que había sido Loeb, hubo un testigo que les había visto en el coche poco antes del secuestro y conducía Loeb y era Leopold el que iba sentado detrás.
La vista se inició el 24 de julio de 1924, y fue uno de tantos “juicios del siglo” que se celebraron en Estados Unidos durante el siglo XX. Para la prensa de Chicago, todo este asunto también había sido “El Crimen del Siglo”. La familia Loeb acertó a contratar a Clarence Darrow como abogado defensor. Experimentado, brillante y famoso a sus 67 años, Darrow lo sería todavía más al año siguiente por el llamado “Juicio del Mono” contra el profesor John Scopes por enseñar el evolucionismo en las aulas. Ante la sorpresa general, Darrow aconsejó y consiguió que sus defendidos se declararan culpables y, de esta manera, evitó el juicio con jurado, y dejó toda la responsabilidad sobre la sentencia en las manos de un solo hombre, el juez del Condado de Cook, John R. Caverly.
Las alegaciones finales de Darrow duraron casi doce horas, y se considera su discurso como el más brillante de su carrera. Presentó argumentos como que “este crimen terrible es inherente al organismo y proviene de algún antepasado”, “¿Es que se puede reprochar a alguien que se tome la filosofía de Nietszche en serio?”, “¿Por qué mataron a Bobby Franks? No por dinero, no por rencor, no por odio; Lo mataron como podían haber matado una araña o una mosca; lo mataron por probar la experiencia”, o que “es duro ahorcar a un joven de 19 años a causa de la filosofía que le han enseñado en la universidad”. Los psiquiatras que examinaron a los acusados y declararon en el juicio, tanto del fiscal como de la defensa, no se pusieron de acuerdo y sus conclusiones fueron contradictorias. En realidad, los psiquiatras de la acusación buscaban daños orgánicos, que no encontraron, mientras que los de la defensa buscaron traumas infantiles y juveniles en los acusados, que encontraron; las conclusiones, al investigar desde premisas diferentes, no podían llegar a otra conclusión que al desacuerdo. Así, entre Darrow y los informes de los psiquiatras, la duda quedó instalada en el juez.
Finalmente, el 10 de septiembre y en una sentencia cuya lectura se retransmitió en directo por radio y paralizó Chicago, el juez Caverly condenó a Leopold y Loeb a cadena perpetua por el asesinato y a 99 años de cárcel por el secuestro. Era la primera vez que un juez consideraba que los acusados no eran totalmente responsables de sus actos a causa, por lo menos en parte, de rasgos heredados. Como dijo Darrow en el juicio, por ello, los acusados son “máquinas rotas”. En realidad, saber si Leopold y Loeb mataron porque eran los superhombres de Nietszche, unos adolescentes superconsentidos y caprichosos o unos jóvenes profundamente perturbados era la pregunta que muchos se hacían durante el juicio y que queda sin respuesta. Incluso hubo quien afirmó que Leopold era un “asesino filósofo.”
Años más tarde, el 28 de enero de 1936, Loeb fue asesinado en la cárcel por otro recluso, con más de 50 puñaladas, en un asunto, nunca aclarado, en el que se unían sexo y dinero.
Leopold permaneció 33 años en la cárcel y en 1958 salió en libertad bajo palabra. Escribió un libro de memorias, se trasladó a Puerto Rico, se casó con la viuda de un médico de Baltimore, y Nate, que era como le conocían sus vecinos, trabajó como ayudante de rayos X en un hospital, cursó un máster de medicina social en la Universidad de Puerto Rico, publicó un libro sobre los pájaros de la isla y trabajó en una cura para la lepra. Murió de un ataque al corazón en 1971, a los 66 años. Donó sus córneas para trasplante; una se implantó en una mujer, la otra, en un hombre.
El grupo de Robert Hanton, de los Neuropsychological Associates de Chicago, clasifica a los asesinos en dos grupos. Los reactivos son impulsivos, reaccionan a posibles riesgos y peligros, y se acompañan de emociones como el miedo y la ira. Además, la falta de control implica niveles de frustración muy bajos y falta de resistencia a los disgustos. Cuando algo sale mal o no funciona a veces se reacciona con violencia, incluso con violencia desmedida.
Los premeditados dependen de la motivación para el crimen, actúan con intencionalidad y no sienten emociones intensas. Planifican con detalle y cuidado, se toman su tiempo y matan más de una vez si lo consideran necesario o, dicho de otra forma, si les parece conveniente o les apetece.
En las comparaciones entre ambos grupos destaca, por ejemplo, que el cociente de inteligencia medio en los impulsivos es de 79 y en los premeditados llega a 93. Son psicóticos el 34% de los impulsivos y el 61% en los premeditados. Tienen problemas cognitivos el 59% de los impulsivos y el 36% de los premeditados. Y, finalmente, utilizan alcohol o drogas en el momento del crimen el 93% de los impulsivos y el 76% de los premeditados. Cuando Matt DeLisi y sus colegas, de la Universidad Estatal de Iowa, analizan a 18 homicidas menores de 18 años, encuentran que tienen un cociente de inteligencia bajo, una mayor exposición a la violencia durante su día a día, son conscientes de vivir en un entorno desordenado y con una mayor presencia habitual de armas.
En general, los factores relacionados con la violencia proceden del entorno y son, entre otros, la pobreza, el desempleo o la dificultad para la educación, pero también hay características personales que se asocian con las oportunidades externas que tienen las personas para ser violentas.
En la violencia política hay expertos que aseguran que, para muchos asesinos, siempre se trata de una venganza personal justificada con una reivindicación política. Eligen como víctimas a los que consideran responsables de sus problemas y justifican sus actos como un tipo de protesta social personalizada.
Idoia López Riaño, (a) “La Tigresa”: El enigma de ETA
No se sabe qué hay de verdad en la imagen que de Idoia López Riaño, (a) “La Tigresa”, nos transmiten los medios. Sospecho que una cosa es lo que nos cuentan de ella y otra lo que es, o siente o quiere ser en realidad. Lo que la audiencia quiere escuchar y ver y los periodistas dan quizá no sea lo que Idoia López Riaño, o “La Tigresa”, quiere y piensa de sí misma y de sus motivos para vivir la vida que ha vivido. Para empezar, y ya me provoca una cierta precaución, lo que nos llega es a través de periodistas, hombres en su gran mayoría, que lo primero que destacan es su belleza, sus ampliamente conocidas trasgresiones sexuales para una organización tan puritana como ETA, por otra parte como cualquier otro ejército, y, en consecuencia, de sus enfrentamientos con sus superiores jerárquicos, la mayoría, también hombres. Queda por saber que nos contaría alguna periodista o, incluso, ella misma. Aunque hay veces en que las cosas no cambian tanto pues, cuando fue capturada en Francia en 1995, Anne McElvoy, corresponsal del Times, la describió, como hacían los periodistas, con “el aspecto de una estrella de cine mediterránea” y que era “una de las pocas mujeres capaces de mantener su buen aspecto incluso en un tiroteo con la policía”. Me recuerda a la terrorista vasca que acompaña a Harrison Ford en la última versión cinematográfica de “Chacal”.
Por cierto, culpa mía seguramente, pero no he conseguido averiguar de dónde viene el alias de “La Tigresa”. Está publicado que el primer DNI falso que recibió Idoia se lo entregó Santi “Potros” y estaba a nombre de Margarita, que le quedó como apodo, aunque parece que no le gustaba en absoluto, entre otras cosas porque así se llamaba la vaca de Fernandel en la película “La vaca y el prisionero” (1959) lo que, por otra parte, demuestra una cultura cinematográfica no muy habitual. Años más tarde, ya en Argelia con Soares Gamboa, adoptó el alias de “Tania”, en recuerdo de la compañera del Che Guevara. Pero de “La Tigresa” no tengo datos.
Con Idoia López Riaño y las descripciones que de ella se hacen, es evidente que, para los medios, son más importantes su apariencia y su conducta que sus ideas, opiniones y objetivos políticos. Y “La Tigresa” lo sabe y, quizás, actúa en consecuencia; solo hay que ver la secuencia de fotografías obtenidas en uno de sus últimos juicios, charlando con Santi “Potros” en la conocida jaula de cristal.
Y, por supuesto, también interesa a los medios la vida sentimental de “La Tigresa”: “sus míticas proezas sexuales”, sus ligues con guardias civiles y policías, sus salidas nocturnas de discotecas y drogas y, últimamente, si está casada o no y con quién.
Apariencia física y vida sentimental son intereses de “prensa rosa”, no de periodistas serios dedicados, se supone, a la política y, más en concreto, al terrorismo. Pero es el efecto que produce una mujer terrorista en los medios. Dentro de este esquema se incluye hasta el inicio de su biografía en ETA. Entró en el comando Oker porque allí estaba su novio de toda la vida. Vamos, que entró en ETA por amor.
Ella misma niega con energía y convicción este enfoque “rosa” de su vida. En sus declaraciones argumenta que esta manera de describirla es una maniobra más de la policía para desacreditarla. Y afirma que “esa imagen de podredumbre física o moral nada tiene que ver conmigo, ni con mi vida personal o militante, pero sí mucho con el aspecto misógino de la cosa… En tanto que mujer y como militante vasca, los epítetos, apodos, sambenitos y calificativos que me dedican y la saña con que se abalanzan a descuartizarme, deberían tal vez humillarme o hacerme sentir parte de una calaña femenina que pulula en el MLNV. Pues no, no son sino creaciones y fantasmas obsesivos de la policía española, de la Guardia Civil, de todo su aparato terrorista informativo estatal.”
Nació en San Sebastián el 18 de marzo de 1964, de padre salmantino y madre extremeña, y se crió en Rentería. Hasta los 16 años, por lo menos y que se sepa, llevó la vida habitual de familia y colegio de cualquier adolescente. Hasta esa edad pasaba los veranos con sus padres y su hermana en el pueblo de Salamanca en que había nacido su padre, en Puerto Seguro. Pero dos años después, en 1982 y con 18 años, su primer novio, José Ángel Aguirre, la integró en ETA a través del comando Oker. Parece que ya en esos años frecuentaba ambientes abertzales.
El primer asesinato en el que interviene es el del francés Joseph Couchot, al que acusaban de pertenecer al GAL, y que murió el 16 de noviembre de 1984. Unos meses después, en febrero de 1985, asesinaron al marinero Ángel Facas, acusado de tráfico de drogas, y en mayo, al policía Antonio García. Pero su novio es detenido en un atraco a la Caja Postal en Rentería e Idoia huye a Francia. Ya entonces se les conocía como Bonnie & Clyde por su participación en atracos a bancos en busca de financiación.
Es en esta época cuando comienza la leyenda de “La Tigresa” pues se dice, que aburrida en Francia, pasa los fines de semana en San Sebastián con su cuadrilla.
En abril de 1986 se integra en el comando Madrid junto a Miguel Soares Gamboa, Belén González Peñalba, Iñaki de Juana y varios etarras más, y continúan los asesinatos. El teniente coronel Carlos Besteiro, el comandante Sáenz de Iniestrillas y el chófer del coche en que iban, el recluta Francisco Casillas, son asesinados el 17 de junio de 1986. Soares Gamboa ha relatado cómo fue este atentado y lo ha convertido en una charlotada cruel y sangrienta marcada por el histerismo y los nervios de “La Tigresa”. Un mes después, un coche bomba mata doce personas en la Plaza de la República Dominicana en uno de los atentados más sangrientos de la historia de ETA. Poco meses más tarde, en 1987, junto a Soares Gamboa, “La Tigresa” pasó a Francia y, después, a Argelia.
Regresó a España en vísperas de la Olimpíada de Barcelona, en el comando Levante o itinerante, con José Luis Urrusolo Sistiaga. Se cuenta que una de las labores de Idoia en el comando era ser un topo del entonces máximo dirigente de ETA, Francisco Múgica Garmendia, (a) “Pakito”, que no se fiaba de Urrusolo que, a su vez, no tragaba al jefe y le consideraba poco menos que un imbécil.
Se han sumado 23 asesinatos en el curriculum de “La Tigresa” entre 1984 y 1991 formando parte de estos tres comandos.
Fue detenida el 28 de agosto de 1994 en Aix-en-Provence, junto a su compañero sentimental, el francés Olivier Lamotte, y extraditada a España el 9 de mayo de 2001. De su estancia en las cárceles francesas destaca la carta que enviaron a Gara un grupo de reclusas de ETA, entre ellas Idoia. Se publicó el 18 de mayo de 1999 y comienza con “Hace mucho tiempo, demasiado, que tus calles no sienten nuestros pasos recorriéndolas tranquilamente… (y)… pasear por ellas.” Hablaba de extradiciones, cárcel y tortura, y acaba con un “Mientras tanto, Euskal Herria… resistiendo.”
Ya en cárceles españolas, en 2002, fue juzgada por su participación en el asesinato del marinero y drogadicto Ángel Facal en 1985. Justificó su muerte declarando que “ETA tiene ciertos valores y aquí no se habla de las víctimas que eran los niños del colegio donde este introducía heroína para asegurarse futuros clientes… Aquí no se habla de la rentabilidad que el Estado sacaba con este tráfico, todos sabemos que rentabilidad era.”
Ese mismo año, 2002, fue juzgada por el atentado de la Plaza de la República Dominicana en 1986. Expresó su opinión sobre el futuro y declaró que “Mientras ustedes se empecinan en que nos van a asimilar con este engendro de Estado, nosotros seguiremos enfrente hasta que dejéis Euskal Herria en paz.”
Condenada por unos delitos o a espera de juicio por otros, ha estado en las cárceles Puerto II, Badajoz y Granada hasta 2010. En julio de este año, se hace público su abandono de ETA y pronto es trasladada a la cárcel de Nanclares, cerca de Vitoria. En respuesta, ETA la expulsó de la organización en noviembre de 2011. Hacía ya varios años que estaba en desacuerdo con ETA, con sus dirigentes y con sus objetivos y acciones.
Es Idoia de físico espectacular, ojos grandes y hermosos, abundante pelo rizado, chupa de cuero, pantalones ceñidos… La misma Anne McElvoy, del Times, la describe “con maquillaje oscuro marcando los ojos, lápiz de labios fucsia y grandes pendientes que tintinean cuando mueve su oscuro cabella rizado”. Los periodistas afirman, quizá porque se copian unos a otros, que le encantaba tirarse a los cuerpos y fuerzas de Seguridad del Estado y hablan de novio guardia civil de Intxaurrondo, de la Discoteca Cobre de Madrid cuando formaba parte del comando que, con desesperación por su indisciplina y el riesgo que suponía, dirigía Urrusolo Sistiaga. En muchas noticias de prensa se describe a “La Tigresa” como capaz, cada noche, de recorrer varias discotecas buscando algún policía para llevara a la cama y unos días después, con toda calma, disparar a algún colega de su último ligue.
Pero también los periodistas, a menudo los mismos periodistas, la describen como no muy inteligente, aventurera, altiva, desafiante, coqueta, caprichosa, indisciplinada,… En resumen, como escribe Matías Antolín, es de esas mujeres con trenes llenos de soldados a las que canta Joaquín Sabina en “Mujer fatal”. En realidad, todas estas historias forman parte de esa leyenda tan querida por muchos de que, si una mujer es descrita como irracionalmente violenta, su conducta vital incluye, sin duda, una vida sexual desenfrenada. Como destaca Sweta Madhuri Kannan, la sexualidad de estas mujeres relacionadas con el terrorismo se utiliza como explicación o como causa de su violencia.
Los que participan en actos terroristas son, en general, personas que representan a la población normal, con un nivel educativo y estatus socioeconómico, como poco, medio, y características sociales y personalidad habituales en su entorno. Presentan algunos rasgos peculiares: viven en un entorno acostumbrado, o dispuesto a usar, la violencia, suelen ser jóvenes, están adoctrinados y son fanáticos en religión o en ideología política, con una organización que los apoya y anima, y con motivos personales concretos como venganza, deseo de justicia, resentimiento, falta de identidad, cumplimiento del deber, odio heredado,…
Son dos los pilares en que se asienta su conducta: social, con amplio respaldo ciudadano, e individual, con motivación altruista, incluso para sacrificar la vida por el bien común. Hay entre los expertos un debate sobre las posibles enfermedades mentales en terroristas, sobre todo entre los que actúan en solitario, aunque los últimos estudios no apoyan esta hipótesis.
También Hancock y su grupo analizaron en 2011 el lenguaje utilizado por condenados por asesinato, psicópatas y no psicópatas, cuando se les pide que relaten sus crímenes. Los psicópatas utilizan más justificaciones, enumeradas como las causas que provocan efectos que son sus crímenes. Esas causas son, sobre todo, necesidades materiales como bebida, comida o dinero. Les cuesta verbalizar las emociones y usan más el tiempo en pasado que en presente, como si sintieran una cierta distancia con lo que hicieron. Su lenguaje es, en general, poco emocional e intenso.
Belle Starr: Del inmenso Oeste
Su nombre real era Myra Maybelle Shirley, conocida como Belle Starr, nació en Carthage, Missouri, el 5 de febrero de 1848, y murió en Eufaula, Oklahoma, el 3 de febrero de 1889, con 41 años. La traigo aquí no por matar, que quizá lo hizo más de una vez aunque nunca se pudo probar, sino por su extraordinaria capacidad de doma y control de peligrosos bandidos y asesinos que, además, mataban por ella. Por algo se la conoció como The Bandit Queen, La Reina de los Bandidos.
De padres granjeros, cuando Myra Maybelle tenía 8 años, se trasladaron a la ciudad y prosperaron con negocios en establos, tabernas y hoteles. La niña fue bien educada, como era habitual en una familia respetable de la época, con clases de música, lenguas clásicas y piano. Le gustaba cabalgar y aprendió a usar armas de fuego. La Guerra Civil llevó a la familia Shirley a la ruina. Sureños, del bando perdedor, y su hijo murió en las guerrillas de Quantrill. Tuvieron que mudarse a Scyene, en Texas.
En aquellos años de derrota y miseria, alojaron en su casa a grupos de sureños fugitivos de la ley y procedentes, en su mayoría, de las guerrillas de Quantrill y camaradas de su hermano muerto. Así conoció Myra Maybelle a Jesse James y su banda ya que Cole Younger, compañero de James, era su amigo desde la infancia.
Pronto conoció a Jim Reed, viejo amigo de la familia y también miembro de las guerrillas, con quien Myra Maybelle se casó en 1866, con 18 años. Se establecieron cerca de Scyene y, al año, marcharon a Missouri donde nació su hija Rose Lee, alias “Pearl”, que se sospecha era hija de Cole Younger. Jim conoció a un bandido de origen Cherokee, Tom Starr, y juntos robaron ganado y vendieron whisky de contrabando. Jim y Belle marcharon a California cuando él fue acusado y perseguido por asesinato. Y en California nació su hijo Ed. Siempre en busca y captura, volvieron a Texas. Jim pasó dinero falso y tuvieron que huir al Territorio Indio, hoy parte de Oklahoma, para escapar de un sheriff que les perseguía y con recompensa ofrecida por su captura. En 1874, y de nuevo en Texas, Jim Reed murió en un atraco.
Un año antes, en 1873, Jim Reed y un par de colegas asaltaron la casa de un rico granjero de origen indio y se llevaron 30000 dólares en billetes y monedas de oro. Se acusó de cómplice a Belle pero no había pruebas, aunque admitió que estuvo presente durante el atraco. Sin embargo, el oro sí se lo gastó. Marchó a Dallas y jugó y bebió y se compró ropa de vaquero elegante, incluyendo el sombrero Stetson y un par de pistolas. De vez en cuando, galopaba por las calles de la ciudad alborotando y disparando sus armas. Esta conducta enloquecida fue el principio de su leyenda como pistolera fuera de la ley.
Belle, viuda con 26 años y 2 hijos, parece, como ya he relatado, que se vio involucrada en crímenes que quizá, solo quizá, no había cometido. Vivió con Bob Younger en Texas durante un tiempo, y en 1880 se casó con Sam Starr, hijo de aquel Tom Starr amigo de su difunto marido. Ahora la leyenda tiene nombre pues Myra Maybelle Shirley, luego Reed, ahora es Belle Starr, y así será conocida en adelante.
Vivieron en Texas, en Arkansas dentro del Territorio Indio, y fueron condenados por robo de caballos, ayudaron a escapar a fugitivos, robaron, o robó Sam Starr, el correo, y Belle fue acusada de asalto, juzgada y absuelta. En fin, hasta ahora una vida agitada.
Y en 1886, Sam Starr murió en un tiroteo con un antiguo enemigo. Ya van dos, Jim Reed y Sam Starr. Poco después vivió con otro bandido, Jack Spaniard, que fue detenido, juzgado y ahorcado. Son ya tres, que se sepa. Por cierto, Bob Younger murió de tuberculosis en la cárcel en 1889.
Belle se volvió a casar, ahora con Jim (o quizá Bill) July Starr, hijo adoptivo de su suegro Tom Starr y, por tanto, algo así como su cuñado adoptivo, y unos 15 años más joven que ella.
En febrero de 1889, Belle marchó a la ciudad de San Bois para hacer unas compras y su marido Jim hacia Fort Smith para ser juzgado. El 3 de febrero, domingo, Belle volvía a su casa en Eufaula, Oklahoma, pero nunca llegó. Fue emboscada y asesinada cerca de su rancho, con un tiro en la espalda y a dos días de cumplir 41 años. Nunca se encontró al culpable.
En vida, Belle Starr declaró que “Me considero una mujer que ha visto mucho de la vida”. Tenía razón. Aunque también es cierto que hoy en día es difícil distinguir entre su vida y su leyenda. En aquella época, siglo XIX, y en aquel lugar, el Oeste, los forajidos eran más famosos que los predicadores y ser sheriff o juez era ser tan duro y arbitrario como los bandidos a los que detenían, juzgaban y colgaban. De sheriff a bandido no había más que un paso, que a menudo se daba a la inversa y muchos forajidos famosos acabaron siendo agentes de la ley. Solo se necesitaba una oferta aceptable y hecha por un grupo de ciudadanos deseosos de ley y orden. Y la Guerra de Secesión no ayudó mucho pues dejó sueltos por el Oeste a muchos furibundos y derrotados sureños y a mucho sinvergüenza y victorioso soldado de la Unión. En ese caldo de cultivo, violento e inestable, creció Belle Starr, su verdad y su leyenda.
Y repasen la película que Hollywood rodó sobre Belle Starr, con ese título una hermosa y poco creíble Gene Tierney como protagonista, y un guión todavía menos creíble.
En general, en los individuos con conducta antisocial, agresiva e impulsiva, hay una deficiencia de serotonina y altos niveles de dopamina. A más serotonina, menos impulsividad y más control, y con menos serotonina, más relación psicopática con otras personas. Todo está relacionado con el funcionamiento de la amígdala, en el sistema límbico del cerebro. Tienen el sistema cerebral de recompensa del nucleus accumbens exageradamente sensible y, a la vez, esta la zona del cerebro donde se sintetiza la dopamina que activa la impulsividad, la conducta agresiva y antisocial y el abuso de sustancias y, todo ello en conjunto, provoca la sensación de recompensa por su conducta. En pocas palabras, agresividad y recompensa están, de alguna forma, unidas.
Los principales cambios detectados en el cerebro de adultos violentos incluyen la pérdida unilateral del tejido de la amígdala y el hipocampo, irritación en el sistema límbico, activación de regiones del lóbulo frontal, y descenso de glucosa en el cuerpo calloso.
Los estudios más detallados identifican en el cerebro varios procesos que activan o inhiben la agresividad y, por tanto, la violencia. Los diferentes tipos de agresión difieren en el neurotransmisor que actúa en cada uno de ellos y según la zona del cerebro donde lo hace. En un principio, y se sigue investigando en ello, se relacionan diversas sustancias con algunas conductas concretas pues ya sabemos que la acción resultante, compleja y simultánea, depende de más de un neurotransmisor. No actúan en solitario sino que se modulan en interacciones complejas. Por ejemplo, bajos niveles de serotonina varían el umbral de la irritabilidad pero, además, cambian el metabolismo de la glucosa y el ciclo sueño/vigilia, entre otras funciones.
En la violencia intervienen varios mensajeros y nunca es uno solo el responsable único de una determinada conducta. La conducta violenta es compleja con causas inmediatas muy variadas como ira, ataque, defensa, agresión y otras, con impulsos repentinos o con premeditación, y es resultado, en parte, de la genética y del ambiente. Todo ello es peculiar de cada individuo y modulado por cada grupo social y su cultura concreta.
Como ejemplo nos sirve de nuevo la serotonina. Interviene en aspectos del comportamiento como depresión, ansiedad, violencia, agresión, adicción, suicidio, impulsividad, cooperación, timidez, y algunas conductas más. O, también, estimulan la agresión varios neurotransmisores y hormonas como vasopresina, dopamina, noradrenalina, acetilcolina, carbacol, opiáceos, picrotoxina o testosterona. Inhiben la agresión la oxitocina, serotonina, fluoxetina, fenilfuramina, haloperidol, naxolona o GABA.
Felix Yusupov: El asesino incompetente
Famoso por lo que no hizo, por lo que inició y no supo acabar. Fue un aristócrata de la Rusia zarista, con títulos de príncipe y conde, que intentó matar a Rasputín y no lo consiguió. Necesitó ayuda, mucha ayuda.
Había nacido en San Petersburgo el 23 de marzo de 1887, de noble familia pues su padre, conde, era entonces Gobernador de Moscú, y murió en París el 27 de septiembre de 1967. Era, de joven, gamberro, juerguista y, a veces, hasta místico. Se casó en 1914 con la Princesa Irina Aleksandrovna Romanova, sobrina del Zar Nicolás, y así conoció al otro protagonista de esta historia, al santón Grigori Rasputín. Durante un tiempo fueron compañeros de juergas y borracheras.
Grigori Rasputín había nacido en la aldea siberiana de Prokovskoie el 22 de enero de 1869 y, como dice Martín Olmos, desde pequeño se esforzó o, si se quiere, trabajó con ahínco para liarse con todas las mujeres a su alcance y para evitar, como fuera, complicarse la vida con un trabajo honrado. Era un caradura borracho y pendenciero que se convirtió a golpes, al estilo de San Pablo, aunque los recibió de un padre, muy molesto por las atenciones Rasputín con su hija. Comenzó a tener fantasías místicas, peregrinó a lugares santos, ayunó, consiguió fama de adivino y sanador y recomendaciones de gente importante y, de esta manera, llegó a confesor de la Zarina Alejandra. Era un milagrero y tanto expulsaba demonios o como evangelizaba prostitutas.
El heredero del trono, Alexis, que entonces tenía dos años, era hemofílico y sufría frecuentes hemorragias que ponían en peligro su vida. Nadie sabe cómo ni por qué, pero Rasputín tranquilizaba al heredero y le detenía la pérdida de sangre. Así, primero la Zarina y, después, el propio Zar, llamaban a Rasputín para escuchar sus consejos, sus inventos y sus profecías. Su influencia era enorme y se rodeó de partidarios y lameculos que, no podría ser de otra manera, montaban unas juergas enormes y, un escándalo en la época, hasta bebían champán en los zapatos de hermosas mujeres que, ya no son rameras de la calle, sino duquesas de la corte.
Y llegó el momento, para muchos hartos de su poder, de quitar de en medio a Rasputín, y no de civilizada manera sino, de ser posible, por medio del asesinato. Los conspiradores formaban un gran grupo de gente variopinta e importante. Allí estaban el diputado Vladimir Purishkevich, que acababa de lanzar un incendiario alegato contra el siberiano en la Duma, y estaba el Gran Duque Demetrio Romanov, primo del zar. Entre ambos idearon el plan de asesinato. El doctor Lazavert aportó el cianuro y el pánfilo príncipe Yusupov fue la mano de obra.
Yusupov le invitó a cenar, y Rasputín, como le gustaba Irina, la mujer de Yusupov, aceptó encantado. El príncipe puso música, llenó las copas de champán y sacó, para picar, unos pasteles con cianuro. Rasputín cantó, bailó, bebió y comió lo que quiso, y el cianuro no lo mató. Yusupov, harto de esperar a que palmara, sacó su Browning y le pegó un tiro en el pecho. Rasputín, en vez de morir sin más, como cualquier otro, salió huyendo del palacio. Los conspiradores le esperaban en el patio, le dispararon unos tiros más y Rasputín, por fin, cayó. Pero seguía moviéndose, y Yusupov le arreó con atizador de hierro en la cabeza. Después, ataron el cuerpo con unas cuerdas y lo envolvieron con una lona y, por si acaso, lo arrojaron al río Neva. A la mañana siguiente, apareció el cadáver sobre el río helado, sin cuerdas ni lona y con los brazos extendidos. Según la autopsia, murió ahogado.
Todo esto ocurrió el 29 de diciembre de 1916. Yusupov, el asesino incompetente, murió en París el 27 de julio de 1967, en la cama.
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Sobre el autor: Eduardo Angulo es doctor en biología, profesor de biología celular de la UPV/EHU retirado y divulgador científico. Ha publicado varios libros y es autor de La biología estupenda.
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